
Es probable que el mejor director de cine en el último cuarto de siglo sea alguien desconocido por la mayoría de los cinéfilos. No solo por el casual aficionado al cine, sino incluso por la facción cahierista más hardcore, esa que conoce hasta el último corto de esa joven promesa iraní y su proceloso mundo interior y no se pierde ningún estreno en festivales ignotos.
Hablo, cómo no, de Satoshi Kon (1963-2010), director japonés –y he aquí su pecado original– de anime. Ya saben: el estilo de animación propio de Japón, ese en el que los ojos de las nenas son más grandes que las tetas. Bueno, no siempre ni en todos los casos, pero se me ha hecho saber que el sexo vende y no veía cómo meter la palabra «tetas» en alguna parte. Una vez conseguida tamaña hazaña puedo proseguir, satisfecho de haber aumentado la audiencia al doble o al triple.
A pesar de ser el anime un estilo –incluso podríamos hablar de género, dadas las importantes diferencias con otras manera de hacer animación– enfocado a productos de consumo rápido para la televisión, desde la última década del siglo pasado ha cruzado la frontera hacia el mainstream en unas cuantas ocasiones, en un principio de la mano del estudio Ghibli, que produjo unas cuantas películas con notable difusión en occidente y más recientemente con Makoto Shinkai (autor del sorprendente fenómeno de taquilla Your Name, una de sus obras más flojas, pero que dio con alguna ignota tecla y ha sido un fenómeno mundial).
Uno ya se pierde con las etiquetas para las nuevas generaciones, pero los nacidos en torno al cambio de siglo constituyen un público mucho mas receptivo al anime, han crecido con él y con sus memes sucnor. En pocos años dominarán el mundo y será un mundo mucho más idiota, psicópata y cursi de lo que podamos imaginar. Pero he venido a hablarles de Satoshi Kon, quizás uno de los últimos grandes del cine del viejo mundo, cuyas principales referencias son cinematográficas y no los videojuegos y los memes de gatos.
En este tiempo, de transición entre ese viejo y este nuevo mundo, donde la popularidad del anime ha ido en aumento, Satoshi Kon se las apañó para mantenerse en la clandestinidad fuera de Japón –e incluso dentro de él, nunca llegó a tener un gran éxito– , a pesar de ser una reconocida influencia en luminarias del cine de alto taquillaje contemporáneo como el sobrevaloradísimo Nolan o el escasamente más disfrutable Aronofsky, que lo han homenajeado/imitado/copiado/plagiado de manera inmisericorde. Pero si hay un director al que se le puede comparar, tanto temática como técnicamente, es a David Lynch. Un curioso fenómeno de evolución artística convergente, que hace que partiendo de tradiciones y conceptos muy alejados, lleguen a sitios muy parecidos.

Temáticamente, la sustancia de la obra de Kon, es la dualidad entre la realidad y otros sitios en los que habita la conciencia, sean estos la imaginación, la ficción, los sueños o los recuerdos. Es ahí, en ese frontera entre ambos mundos, donde pone su mirada y construye sus historias, tejiendo minuciosamente una red en la que atrapa al espectador. Veamos en qué se traduce esto en su filmografía (lamentablemente, dada su prematura muerte, muy breve: solo cuatro largometrajes y una serie de televisión lo han tenido como máximo responsable).
Perfect Blue (1997) fue su opera prima. A pesar de una cierta tosquedad debida a los medios un tanto precarios con los que se hizo, en ella están contenidas ya todas sus obsesiones. En esta ocasión, la dualidad es entre la vida pública y privada, encarnada en la figura de una estrella pop juvenil. La trama está construida en forma de un thriller psicológico violento empapado de irrealidad. Una serie de asesinatos se van sucediendo y la confusión aumenta, cada vez tenemos menos claro qué es lo que es real y lo que no. Kon no nos da respuestas fáciles, se limita a sumergirnos lenta y metódicamente en una pesadilla de la que acaso no despertemos nunca.
Su segundo largometraje, Millennium Actress (2001), es un brillante ejercicio meta-cinematográfico. El argumento es simple: una entrevista a una antigua estrella de cine para un documental. La brillantez reside en cómo a lo largo de la historia se confunden la actriz y los personajes que interpretó; la realidad y la ficción, los actores y los espectadores. Un montón de monedas girando vertiginosamente ante nuestras confusas narices, mostrando una y otra cara alternativamente. Y, sobre todo, los recursos, tanto narrativos como técnicos, fundamentalmente de montaje, que utiliza para ello. De fondo, la evolución histórica y social de Japón, paralela a la de su cine. Ah, y el personaje de la actriz está basado en parte en Setsuko Hara, recurrente en el cine de Ozu, otra golosina para el cinéfilo de pro.
Tokyo Godfathers (2003) es una pequeña anomalía dentro de su filmografía. La equivalente a Una historia verdadera en la de Lynch: algo aparentemente alejado del tono general del resto de su obra pero que, en el fondo, no es tan diferente. Una fábula navideña capriana, aunque hecha con unos personajes un tanto más extravagantes, quizás un tanto almodovarianos, narrada en todo de comedia dramática (o un drama con elementos cómicos) y con ciertos tintes de crítica social. Tres personajes sin techo (un alcohólico, una drag queen y una adolescente escapada de casa) se encuentran en navidad a un recién nacido abandonado. Peripecias, aventuras, tragedias, esperanza… Todo lo que se puede esperar en una historia de este tipo. La habitual psicodelia de realidades alternativas o paralelas, la objetividad enfrentada a la subjetividad, no es tan abrumadora como en otras de sus obras, pero no se encuentra, ni mucho menos, ausente.
Su última película, Paprika (2007), es, decididamente, la más psicodélica e irreal de todas. No en vano, la alternativa a la realidad es aquí el mundo de los sueños, el más extraño y, al mismo tiempo, más cercano de todos los posibles. Como casi siempre, antes de introducirnos en el laberinto, Kon nos ofrece una puerta de entrada plausible, aquí situada en unas coordenadas típicas de la ciencia ficción: una máquina para registrar sueños. Una vez metidos en el laberinto, Kon cierra la puerta y nos quita el hilo que, ilusos, pensábamos usar para encontrar el camino de vuelta. Por momentos grotesca y disparatada, es una alucinada epopeya de férrea lógica interna y en la que su virtuosismo técnico en la planificación de escenas alcanza cotas máximas, rara vez alcanzadas, no solo en el cine de animación, sino en el cine en general.
El comentario sobre la parte técnica del cine de Kon, sobre todo en lo que se refiere al montaje, la voy a dejar en las capaces manos de Every Frame a Painting, que se lo explicarán con más conocimiento de causa que lo pueda hacer yo. Un canal ya lamentablemente inactivo muy recomendable, por cierto, en el que aprender detalles sobre el estilo característico de algunos directores.
Y algo que muchas veces pasa desapercibido al analizar su obra: emparedada entre el fascinante dominio del lenguaje cinematográfico y el constante y opresivo tema de la dualidad realidad/imaginación, hay una aguda observación de la sociedad y una crítica de los males que la aquejan. No es que haga cine social precisamente, pero el motor del conflicto en gran parte de su obra suele ser algún desajuste social: el concepto de la fama, la invasión de la privacidad, las normas sociales que alienan, segregan y desechan a personas que no se adecuan a ellas. Todo ello, evidente y obvio en Tokyo Godfathers, alcanza sin embargo su máxima expresión en su serie de televisión Paranoia Agent (2004) donde se muestra a la sociedad como un personaje psicópata, y los eventuales personajes que van y vienen (cada capítulo se centra en un personaje diferente) son meros engranajes, diferentes partes de una maquinaria mayor e inhumana que los consume.
Para finalizar, solo destacar por última vez la singularidad y genio de un cineasta personal e inimitable. Con películas de dibujitos, sí. Sin «aunques» ni «peros». El formato en este caso no es algo trivial, fruto de la casualidad o la oportunidad. Pocos de los hallazgos artísticos de Kon funcionarían igual de bien en otros medios, y, sin embargo, son equiparables a los momentos más inspirados de otros genios del séptimo arte. Una buena oportunidad para adentrarse en un medio bastante ignorado históricamente en occidente y que, en sus más ilustres ejemplos, tiene mucho que ofrecer más allá de los tópicos.

Artista diletante profesional: de la literatura a los videojuegos pasando por la música o el cine, no hay arte a la que no haya ofendido.
Muy interesante todo. Solo por la alusión a Setsuko Hara ya me ha entrado el gusanillo. Empezaré con Perfect Blue que está disponible en Filmin y si me tofa seguiré tirando de la cuerda.
Vista Perfect Blue. Buenísimo el montaje y los juegos que hace el director con el espectador que hace de su capa un sayo hasta dejarlo como al protagonista. Seguiremos indagando.
Me alegro que le haya gustado. Para un cinéfilo de pro como usted, quizás «Millenium Actress» sea la más indicada para continuar.