Sexo, cocina y cintas de video: Monk

Muddy Waters - Back Door Man

I am a back door man

I am a back door man

Well, the men don’t know

But the little girls understand 

Back Door Man. Willie Dixon (1960)

 

Antonio me salvó la vida una vez. Fue hace ya muchos años, unos diez más o menos. Desde aquella, todo cambió para siempre.

En realidad, no me acuerdo de nada de lo que era mi vida antes de conocer a Antonio, claro que yo era muy joven y ahora voy para viejo. La vida me ha pasado deprisa. Antonio también ha cambiado desde entonces. De una manera mucho más que yo, de otra bastante menos.

Aquel día Antonio me encontró tirado en la calle. Me habían dado una paliza terrible y estaba inconsciente, puede que moribundo, vete tú a saber. Fue en Madrid, en la calle de San Andrés, entre dos contenedores de basura. Antonio venía de tomarse unas copas y allí se topó conmigo. Hacía mucho frío. Muchísimo. Ese gélido frío es mi primer recuerdo. Todo lo demás es una nebulosa distante y difusa. Antonio cuenta que solté un quejido en sueños cuando pasó a mi lado y eso fue lo que le advirtió mi presencia y por tanto lo que me salvó.

James Carr - The Dark End Of The Street (1967)
«They’re gonna find us lord, someday». Dan Penn & Chips Moman (1967)

Parece ser que tenía un montón de magulladuras y contusiones por todo el cuerpo además de algún hueso roto, lo cual, me ha proporcionado una leve cojera que he acarreado toda mi vida. Nunca supe quién fue. Como digo, mis recuerdos comienzan aquel día.

Tampoco sé quiénes fueron mis padres, que ya me los imagino muertos. Viendo el aspecto que yo tenía de aquella me imagino que vivirían en la calle. Pobres.

Como decía, no sé quién me pegó la paliza ni por qué. No sé si fue uno o fueron varios o si al menos traté de defenderme. A menudo pienso en ello. Toda la vida he tratado de encontrarle un sentido a todo esto como si tuviese que tenerlo. A veces pienso que casi me matan porque soy negro, pero la mayoría de las veces acabo asumiendo que no hay necesidad de encontrarle razón a la sinrazón. Porque soy negro. Y negro del todo, no como esos que dicen que son negros y no lo son. Soy negro como el carbón. Negro como pintaba mi futuro el día que Antonio me encontró. 

A Antonio no pareció importarle mi color. Simplemente aquel sábado de noche se dio de bruces conmigo y me salvó la vida. Me rescató del frío antes de que me congelase y me llevó a su casa. Antonio dice que traté de resistirme, pero como estaba hecho un cristo, no debí insistir mucho y le dejé hacer. 

Cuando desperté, lo primero que vi fueron los ojos de Antonio clavados en mí. Su mirada era impávida e inexpresiva, quizás un poco triste. Nariz judía y mentón chato. Pelo alborotado y patillas pobladas. Ese es mi segundo recuerdo. Detrás, como siempre, estaba Sara, con ese haz de luz que parecía refulgir alrededor de su melena rizosa. Sara me miraba con cierta ternura y puede que también con algo de recelo. En realidad, siempre lo tuvo. Ahora ya da igual, hace poco más de un año que se fue. 

The Miracles - Ooo Baby Baby (1965)
«Mistakes, I know I’ve made a few but I’m only human». Smokey Robinson & Pete Moore (1965)

Volviendo al tema, aquella fría noche Antonio me llevó a su ático bajocubierta en la Calle Ibiza 35, me dio cobijo y al día siguiente me proporcionó cuidados médicos. Poco a poco me fui recuperando, aunque alguna secuela me ha quedado, como esa maldita cojera que casi consigo disimular del todo. Por lo demás, no considero que haya sido enfermizo, no me puedo quejar de salud. Creo que haber nacido en la calle me ha fortalecido de alguna manera. Si es que ha sido así, claro. Eso nunca lo sabré.

Tampoco sé cuántos años tengo ni cuándo es mi cumpleaños. Vosotros eso no lo entendéis, pero yo a esas cosas no le doy importancia. No me gusta la playa, de hecho, odio el agua. El cine y la música me aburren soberanamente. No he probado el alcohol en mi vida ni leído un libro y no creo ser menos feliz que nadie que lo haya hecho. Mi felicidad es una vida tranquila, llevar una rutina, comer, dormir y que me rasquen por detrás de la oreja. Porque yo, se me olvidaba decirlo, soy un gato.

Para alguien como yo, con mis apetencias, Antonio es el compañero perfecto. Yo necesito que me den cariño, pero ojo, tampoco me gusta que me estén todo el día dando la lata. Requiero cierta independencia y Antonio me la da. Nos entendemos muy bien. Yo a él perfectamente, mucho mejor de lo que piensa. Él a mi regular, al fin y al cabo, yo no sé hablar, pero como tampoco tengo unos gustos muy sofisticados, él cubre mis necesidades con diligencia, excepto eso sí, alguna vez que se queda atontado viendo películas y se le olvida limpiarme la arena.

En realidad, mi vida ha sido muy fácil, no me puedo quejar. La mayor parte de ella la he vivido en aquel piso de Ibiza 35. Allí estaba bien. Como era un estudio abuhardillado, estaba casi libre de las únicas dos cosas que no soporto: las puertas cerradas y los ruidos raros, los que no sé de dónde proceden. Me ponen muy nervioso. Allí casi no teníamos vecinos y los pocos que había casi nunca estaban en casa y cuando estaban respetaban mi descanso. 

Sara y Antonio ya eran pareja de aquella. Sara se estaba mudando poco a poco al piso de Antonio. Uno de mis primeros recuerdos es el de Sara desempaquetando y a Antonio contemplando entre pasmado y atemorizado todo lo que iba saliendo de la maleta. Yo creo que a Sara nunca le gustó que yo estuviese en casa, aunque tengo que decir que tampoco se quejó. Ni yo de ella. Los dos íbamos a nuestro aire y cada uno tenía su espacio.

Marvin Gaye - I Heard It Through the Grapevine (1968)
«Bet you’re wondering how I knew». Norman Whitfield & Barrett Strong (1966)

Entre ellos dos también se llevaban bien. No se parecían en nada, pero se entendían. Ella era muy dinámica y enérgica, un volcán social y él, sin embargo, era reservado, pesaroso e incluso un poco taciturno. Sara trabajaba de traductora y se pasaba el día fuera de casa. Antonio trabajaba en casa con el ordenador tocando teclas sin parar y produciendo un adormecedor ruido que me mantenía toda la mañana en un agradable limbo entre el sueño y el desvelo.

Yo, como tengo claro de quién soy dueño (aunque todo el mundo piensa que es al revés), salí beneficiado de esta situación. Me podía pasar el día mirando a Antonio, sobre sus piernas, durmiendo tranquilo y olisqueando lo que entraba por las ventanas del ático. En resumen, una vida de lujo. 

Las jornadas eran bastante rutinarias. Por la mañana se levantaban temprano. Sara iba a trabajar y Antonio se sentaba junto al ordenador. Al mediodía bajaba a comprar algo de comer y lo preparaba. Sara cuando podía venía a comer a casa excepto los viernes que venía sin excepción porque ese día libraba la tarde en el trabajo. Cada día, después de comer, Antonio se tiraba en el sofá y sistemáticamente veía una película. Yo me echaba sobre sus piernas y dormía una generosa siesta. Era mi parte favorita del día. A media tarde, Antonio trabajaba un rato más hasta que Sara volvía y después a veces se iban por ahí a dar una vuelta o se quedaban en casa. Depende del día. Los fines de semana solían pasar bastante tiempo fuera, lo cual, yo agradecía porque también me gusta tener tiempo para mí y dedicarlo a la contemplación o a matar lentamente todos los insectos que se colaban en el apartamento. 

Vosotros vivís siempre angustiados. Os pasáis la vida sufriendo por preocupaciones innecesarias. Os disgustáis por eso que llamáis deporte, por perder el pelo o por engordar. Os quita el sueño cualquier nimiedad y discutís sin cesar por cuestiones ajenas a las importantes, que evidentemente solo son las fisiológicas.  

Yo en cambio fui plenamente feliz. Una cosa importante que probablemente no sepáis es que la ambición es el enemigo de la felicidad. Tengo comida, no paso frío y recibo por parte de mi mascota la necesaria ración diaria de arrumacos y carantoñas que invariablemente me producen un ronroneo muy embriagador. ¿Qué más puedo pedir? Bueno, quizás que no hubiesen cambiado las cosas.

Todo empezó cuando a Antonio le modificaron las condiciones en el trabajo y comenzó a ir a la oficina. Ahí se acabaron las largas siestas sobre sus piernas que tanto apreciaba mientras él veía sus películas en blanco y negro después de comer. Yo, como intento ser un dueño magnánimo y ecuánime, decidí no importunarle en exceso y evité seguir mis instintos que me pedían venganza y arañar los miles de discos que poblaban las estanterías del apartamento. Él tiene que saber que aquí mando yo y que además debo afilar regularmente mis uñas, pero, aun así, no quise cebarme pues percibí cierta desdicha ante su nueva situación.

(If Loving You Is Wrong) I Don't Want to Be Right - Luther Ingram (1972)
«If being right means being without you I’d rather live a wrong doing life». Homer Banks, Carl Hampton & Raymond Jackson (1972)

A partir de ahí Antonio y Sara se marchaban todas las mañanas más o menos a la misma hora. Antonio ya no volvía hasta media tarde. Sara venía a veces a comer porque por su trabajo implicaba mucha movilidad y cuando andaba cerca del barrio se acercaba. Como Sara y yo siempre tuvimos una relación cordial pero discreta, tengo que decir que no exenta de ciertos celos por su parte, no nos hacíamos mucho caso. Ella llegaba y saludaba y yo levantaba la cabeza y la miraba fijamente que era mi manera de devolverle el saludo. A esas horas yo solía descansar sobre la silla del ordenador de Antonio que al mediodía recibía un agradable sol filtrado por una ventaba dispuesta justo encima. En realidad, yo la olía mucho antes de que entrase por la puerta, claro, pero mi orgullo siempre me prohibió levantarme a recibirla.

Lo que voy a contar sucedió en verano, hará ahora año y medio. Era un viernes a mediodía y aquel día calentaba bien por lo que todos los matices de los aromas veraniegos eran fácilmente apreciables. Ese día, el característico olor de Sara de lavanda, rosas y jazmín vino acompañado de un montón de notas almizcladas, madera y sotobosque. Y alcohol, mucho alcohol. Automáticamente se me erizó el pelo del lomo y mi cola se puso tiesa girando la punta hacia delante en señal de advertencia. Mis pupilas se dilataron y mis bigotes se estiraron en todas las direcciones. No estaba acostumbrado a presencias extrañas y menos a esas horas del día. Sin llegar a levantarme me puse en guardia.

Segundos después empecé a escuchar ruido de voces y pisadas. Unas risas ahogadas precedieron al sonido que producen las llaves al salir del bolso y posteriormente al ruido seco del bombín girando dos vueltas. La puerta se abrió y Sara entró acompañada por una persona cuyo olor particular inundó automáticamente la estancia. Además de ese característico olor, tenía algo muy diferente a todas las personas que yo había conocido en todos estos años en el apartamento de Antonio: ¡su piel era negra! Era negro, como yo. 

Me quedé atónito sobre la silla sin dejar de mantener la guardia. Noté como hasta el último de los pelos que me van de la cola hasta mi cuello se ponían de punta. Sara, Sin mediar palabra, ni saludarme siquiera, cogió a su acompañante de la mano y lo llevó al dormitorio. Era ese y el baño las únicas estancias de la casa que tenían puerta. Dejándola abierta, empujó al otro hombre y lo postró sobre la cama. Sara empezó a desvestirse.

En este punto me gustaría comentar que mi fobia con las puertas cerradas se ponía de manifiesto cada vez que Sara y Antonio se encerraban en el dormitorio. Me resulta absolutamente indignante y desconsiderado que cierren una puerta sabiendo que la carencia de dedo prensil de mis patas delanteras me incapacita para abrirla. Aun a sabiendas de ese hecho, ellos nunca me tomaron en consideración cuando con una regularidad diaria al principio y los fines de semana después, se encerraban dentro para sus prácticas sexuales, las cuales, venían acompañadas de desagradables jadeos y ruidos de somier. 

Como decía, ese día no fue así y la puerta, puede que por descuido, aunque yo pienso que más bien por deliberada venganza, quedó abierta por lo que pude contemplar perfectamente cómo Sara se colocaba desnuda sobre la persona de piel azabache que ocupaba la cama que hasta ahora compartía con Antonio.  Sus cuerpos empezaron a moverse lentamente entre resoplidos y respiraciones agitadas. Poco a poco fueron aumentando el ritmo cardiaco y con él los jadeos que acabaron deviniendo en gritos. Nunca había oído a Sara chillar así. Un extenso abanico de nuevos olores corporales fue llegándome poco a poco. Cuando terminaron, se dieron unos minutos de descanso y él se fue. Antes de esto, hablaron las primeras palabras juntos desde que entraron por la puerta. Él tenía una voz grave, casi gutural, y el idioma en el que hablaban no era el habitual. Se parecía más bien al que sonaba en aquellas películas que Antonio veía meses atrás después de comer. Cuando el negro se fue, Sara abrió las contraventanas, cambió las sábanas, se duchó y se sentó a echar un cigarrillo junto a la ventana. 

The Temptations - (I Know) I'm Losing You (1966)
«I’ve fooled myself long as I can. Can feel the presence of another man». Cornelius Grant, Norman Whitfield & Eddie Holland, Jr. (1966)

Una hora después volvió Antonio. Nada más llegar dejó la compra que traía en el suelo, le dio un beso a Sara y me saludó mientras yo pasaba discretamente entre sus piernas.  Tras intercambiar unas palabras sobre las banalidades diarias del trabajo, Antonio puso un disco en el plato, se abrió una cerveza y preparó la cena. Sara, mientras, tendía la ropa de cama que acababa de lavar. 

Antonio estaba como siempre. Aparentemente. Yo sabía que en el fondo no era así porqué olía diferente. Además, le faltaba un brillo en los ojos. Era algo difícilmente apreciable, pero yo veo cosas que vosotros no y por supuesto, huelo infinitamente mejor. Antonio no volvería a recuperar ese brillo. Hasta hace un mes, más o menos. Pero eso es otra historia. 

Al terminar la cena Antonio recogió los platos y cambió el disco. Hasta ese momento todo cumplía la rutina habitual, pero ahora algo iba a cambiar. En lugar de poner el disco desde el principio empezó por el cuarto corte de la cara B. Subió el volumen del amplificador girando la rueda del potenciómetro hasta un punto mucho más alto de lo habitual. Me dolían los oídos. De repente, Antonio empezó a cantar, y lo que es peor, a bailar. Antonio, con los ojos cerrados bailaba solo frente al tocadiscos. Yo no le había oído cantar en mi vida y mucho menos bailar y por la cara de Sara, me parece que ella tampoco.

Si Sara hubiese tenido rabo se le hubiese erizado en ese momento. Aunque ella intentaba mostrarse tranquila, no lo estaba en absoluto. Un escalofrío le recorrió la espalda y un profundo olor a feromonas me llegó a la nariz. 

Sara abrió los ojos de par, no sé si por la estampa de ver a Antonio bailando en el salón de casa, o si por el volumen atroz que despedía el Back Door Man de Howlin’. Balbuceó algo ininteligible y le pidió a Antonio que bajase el volumen. Antonio se acercó a Sara, la miró tranquilamente y le susurró casi al oído: «me gusta mucho esta canción». Después sonrío y bajó el volumen. A partir de ahí todo sucedió con normalidad y los latidos acelerados de Sara que yo podía escuchar con precisión fueron bajando hasta alcanzar el ritmo de siempre.

Desde aquel día, la escena se fue repitiendo indefectiblemente todos los viernes durante los siguientes meses. Sara y su acompañante entraban en casa y sin dilación se dirigían al dormitorio. Cuando él se marchaba, ella ventilaba, se duchaba, lavaba las sábanas y espera fumando mirando a la lontananza por la ventana. Un rato después Antonio regresaba del trabajo, cenaban y al término él pinchaba un disco, y no de forma azarosa, se notaba que era meditado, en el que siempre había una canción en la que invariablemente subía el volumen. Viernes tras viernes fueron sonando Lightnin’ Hopkins, James Carr, Lurther Ingram y muchos más. Todos negros. Como yo.

The Jimi Hendrix Experience - Hey Joe (1966)
«Hey Joe, where you goin’ with that gun of your hand?». Tradicional

Sara pareció habituarse a esta situación y guardaba silencio. A veces miraba al suelo, otras aparentaba estar ocupada con algo, aunque no era difícil advertir que en realidad escuchaba atentamente la música que despedían los viejos altavoces Tannoy de Antonio cada vez que éste subía el volumen. La música y sobre todo la letra. Antonio no volvió más a bailar. Ni a cantar. Se quedaba en cambio mirando fijamente la aguja apoyada suavemente sobre el surco del disco, viendo como éste giraba, hipnotizado por su movimiento a treinta y tres vueltas por minuto. Una noche de viernes sonó Hey Joe de Jimi Hendrix. Sara nunca volvió a traer a nadie a casa.

La noche tras la tarde en la que Sara le fue infiel a Antonio por primera vez, cuando ella se fue a la cama, él se quedó unos minutos en el sofá y yo con él sobre sus rodillas. Antonio, que siempre tuvo la costumbre de hablar conmigo aun pensando que yo no le entendía, me dijo que la música popular americana del siglo XX estaba plagada de odas al adulterio y que mucho antes de que los blancos se atreviesen a promoverlo, los negros ya lo hacían desafiando las normas sociales y a la iglesia que tanto juraban seguir. Mientras acariciaba suavemente mi lomo, yo echaba mis orejas hacia atrás, entrecerraba mis ojos y ronroneaba escuchando sus adormecedoras palabras: «Monk, los negros nos robáis a nuestras mujeres y los blancos no podemos hacer nada porque ellos saben que con nosotros no tienen rival. Es su venganza por todo lo que les hicimos”. Antonio me dio una palmada, se fue al dormitorio y cerró la puerta tras él.

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12 comentarios en «Sexo, cocina y cintas de video: Monk»

  1. pues yo conozco a alguien con un gatete llamado Thelonious!!!

    pd.: qué putada ser traductora y entender de qué iba toda la mandanga musical, muy bueno caballero!

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