
No puedo recordar con exactitud qué año era aquel del que voy a hablar. Podría intentar averiguarlo, indagar por el ciberespacio, hacer un par de preguntas y corroborar si todo empezó en 1995 ó 1996. Me vais a tener que perdonar, pero prefiero no hacerlo. Vamos a dejarnos llevar por el engañoso recuerdo, plagado seguro de imprecisiones y falsas verdades en lugar de por el hecho objetivo y veraz. Vamos a suponer pues que aquel verano era 1995 y yo tenía 16 años y yo vivía en la ciudad industrial de Avilés.
Mi recuerdo, que es inquebrantable y cabezón y que forja a fuego mi educación sentimental, piensa y asegura que no he conocido bar igual. Puede que no sea así, pero, aunque no fuese cierto, ¿por qué modificar mi poco juiciosa memoria? Al fin y al cabo, ¿de qué me valdría pensar otra cosa? Como decían en La chaqueta metálica “Este es mi fusil. Hay otros pero este es el mío”. Pues eso. Este es el mío.
Antes de seguir, quiero poneros en antecedentes. Mis dieciséis años. Más o menos. Esa edad en que no se sabe nada y se cree que se sabe todo, y yo, más que ninguno, sabía menos que nadie y creía saber más, no que el resto, que probablemente también, sino más de lo que yo realmente sabía. En resumidas cuentas: no tenía ni puta idea de nada, y de música menos.
Conocí a Pachi aquel verano en que mis amigos y yo pasábamos las tardes en una terraza en la calle Rivero. A veces en la de «El rinconín» y a veces en la del «Marchica». Nos tomábamos un mosto y nos dedicábamos a ver pasar la gente, dejando correr el tiempo, tarde tras tarde, sin más necesidad ni hambre de nada que lo que nos ofrecía aquel mosto a granel.
Con el tiempo, empezó a llamarnos la atención un personaje que subía calle arriba todos los días, alrededor de las siete de la tarde. No era ningún chaval ya. Pasaba de los cuarenta y bien que los aparentaba. Su rostro era recio, hirsuto y flanqueado por dos prominentes patillas. El pelo castaño oscuro, le caía hacia un lado formando una melena que le llegaba casi hasta los hombros. Era delgado y alto pero si había un hecho que destacase en su figura eran las gafas de pasta. No esas gafas Ray-ban o estilo Ray-ban que ahora lleva todo el mundo, no. Eran unas gafas de pasta de las de antes. De esas arredondeadas que montaban unos cristales bien gordos de culo de botella que hacen los ojos mucho más pequeños de los que son en realidad. Alguno de nosotros, no recuerdo quién, le bautizó socarronamente como Tamariz.
Como decía, Tamariz/Pachi subía todos los días cerca de las siete de la tarde Rivero arriba vestido con una chupa de cuero ligera, una camiseta oscura debajo, pantalones vaqueros y zapatillas y los días que apretaba el calor cambiaba la cazadora de cuero por una vaquera y las zapatillas por unas ¡oh no! sandalias de cuero romanas, que si es una prenda que no suele estar no moda, en aquellos mediados de los noventa eran sencillamente el horror. Pachi no era precisamente un referente para el adolescente medio.
Además, casi todos los días, llevaba consigo una carpeta de grandes dimensiones. En nuestras cábalas habitaba el pensamiento de que Tamariz era delineante, aparejador (de arquitecto tampoco tenía pinta) o formaba parte del gremio artístico.
Tardaron años en que yo me diese cuenta que aquel verano, Pachi, lo que subía, eran algunos de las docenas, casi cientos, de posters, carteles y fotos que decoraban y decorarían la pared del Bar Cactus, unos metros más arriba.
Mi siguiente contacto con este bar fue algún tiempo después. Mi recuerdo dice que unos meses, pero eso es algo que no puedo saber, y como he dicho antes, en mi cabeza está bien así. Si fue de otra manera prefiero seguir sumido en mi ignorancia.
La noche de la que hablo, no recuerdo por qué, un amigo y yo nos separamos de la manada principal. Quizás nos perdiésemos, quizás nos dejásemos perder, quizás simplemente estábamos más solos que la una. El caso, es que es más fácil persuadir a una persona que a un grupo entero de adolescentes con la hormona loca por lo que aproveché aquel día para llevar a mi colega al Cactus y entrar por primera vez en el antro que me cambiaría y que llevaba un tiempo llamándome la atención cada vez que pasaba por delante.

De los cientos de veces que posteriormente estuve dentro, casi miles, no recuerdo nunca haberme vuelto a sentar en aquellos taburetes de la entrada donde me senté aquel iniciático día. Los primeros que había pegados a la barra según se cruzaba la puerta, nada más pasar el poster de Robert Gordon y Link Wray. Ese día, allí nos agolpamos, haciéndonos a la música sucia que sonaba, al olor a cerveza fermentando sobre la barra, mucha cerveza y mucho humo de diversa índole. Aquel día no nos atrevimos a llegar más lejos, a pasar más atrás y colocarnos en la parte larga de la barra que terminaba justo en frente de la cabina del DJ. El Cactus tenía una barra larga de cojones, y ahí se agolpaban los parroquianos más habituales. Algunos también se colocaban en un par de mesas que había en frente, recogidas tras un pilar que proporcionaba intimidad, y el resto, la mayoría, irían a la parte de atrás, un salón enorme, que conocería más adelante, plagado ahí ya sí de un montón de mesas, un billar desvencijado y una pequeña tarima al fondo que hacía las veces de escenario. Aquel día, nos quedamos en la barra por el lado corto, el que daba a la entrada, y nos crujimos media docena de chupitos de whisky sin ponernos ni colorados.
Recuerdo como si fuese hoy a Goyi atendiéndonos. Con gesto severo y displicente nos ponía una y otra vez el dedal de White Label sin llegar a cruzar la vista con nosotros, evitando el contacto visual, quizás para mostrar su disconformidad con nuestra presencia, quizás por ser demasiado jóvenes para el local, quizás es que yo esperaba algún gesto que no llegó o quizás Goyi no tenía buen día.
Goyi tenía el pelo largo, larguísimo, negro, lacio, sin flequillo y con raya al medio, más o menos como Joan Baez. Amiga de sus amigos, lucía habitualmente sin recato una sonrisa risueña que aunque aquel día no acompañó, era marca de la casa. Bueno, y la mala ostia, que está bien romantizar, pero Goyi tenía una mala ostia legendaria y cuando en el Cactus había que dar la cara a ella no le costaba enfrentarse a quien le hiciese falta. ¡Menuda es!
Pachi era a Goyi lo que la noche al día. Si ella manejaba la barra con presteza y diligencia, él no sabía poner un café (literalmente). De su mano corría la parte organizativa entre la que, por supuesto, destacaba la programación de conciertos y pinchadiscos, tarea esta última de la que también se ocupaba personalmente. Sus discos eran su reducto y las peticiones el enemigo. Si de Goyi era famoso su remango que sacaba a relucir cuando había que frenar a algún impresentable, de Pachi lo era su férrea obstinación ante las sugerencias musicales ajenas, las cuales eran desestimadas sin dilación. Aún recuerdo la vez que me hizo caso con el I Wanna Be You Man y que guardo como oro en paño no por el placer de haber escuchado la canción que yo quería cuando yo quería, sino por la sorpresa que mis amigos se llevaron ante el beneplácito de Tamariz.
Volviendo a ese primer día, antes de reincorporarnos a la manada, mi amigo empezó a vomitar por los portales por lo que su noche acabó prematuramente. Viendo mi intolerancia al alcohol, hubiese sido más lógico que hubiese sido yo la víctima del White Label pero no fue así. Quizás de haberlo sido, el mal recuerdo me hubiese quitado las ganas de seguir frecuentando ese local que me había atrapado totalmente. No fue así y a partir de aquel día perdí el culo por volver.

Empezamos a parar por el Cactus con cierta frecuencia. El siguiente año dejamos las terrazas del «Marchica» y de «El Rinconín» por un local que alquilamos donde veíamos películas y organizábamos pequeñas fiestas, o lo que es lo mismo, porros, botellón y furor adolescente masculino y embrutecido. Hacia las siete de la tarde por semana y sobre la una de la mañana los viernes y sábados, bajábamos al centro. Yo siempre pugnaba por dejarnos caer por mi nuevo bar favorito hasta que con el tiempo, conseguí acabar mimetizado entre el mobiliario.
Decía arriba que el Cactus tenía las pareces atestadas de posters, en su mayoría portadas de discos. Es ahora, unos veinticinco años después, cuando conozco tantos y tantos de esos discos que en su día, no me decían nada, pero que me fascinaban por las grandes dosis de misterio que aportaban fruto de mi vergonzoso desconocimiento. ¿Quién coño será este grupo? ¿Por qué nunca habré oído de él?
Poco a poco, fui, fuimos, integrándonos entre los parroquianos, todos mucho mayores que yo. Para mí, eran casi viejos, y no lo digo peyorativamente, a muchos de ellos los veneraba. La lista de recuerdos entrañables que tengo con ellos son infinitos e inenarrables pero voy por lo menos a intentar contar alguno:
Había un cliente llamado Yayo. Yayo tenía un hijo casi de mi edad. Llevaba una vida tranquila y estable, con un buen trabajo que no le impedía tomarse algo con su mujer y sus amigos tras la jornada laboral. Además, tenía una banda, The Mejores, que hacían una versión bien maja del One After 909. Yayo era para mí un referente vital, o, mejor dicho, lo que yo quería ser de mayor. Nunca le faltaba una sonrisa en la cara y por supuesto, era de los que se ponían siempre a ese lado de la barra, justo al lado de la cabina del pincha, esa parte donde yo no me atreví aquel primer día que traspasé la puerta del bar.
Una noche de verano entre semana, llegando ya a la hora de cierre, Yayo apareció con una bolsada de percebes pescados furtivamente. Yo estaba echando una timba al billar. Aquel billar que tenía más curvas que Jane Mansfield y una caída que obligaba a jugar con la mente de un golfista profesional. Yayo, nos pegó una voz y nos dijo “a comer percebes, guajes” y nos trajo una bolsa llena de ellos. Y allí nos hinchamos Pablo y yo a comer percebes. A comer percebes furtivos, tomando tercios de Mahou y fumando porros mientras jugábamos al billar escuchando a los Flamin’ Groovies porque los Flamin’ Groovies eran marca de la casa, claro. Anda que no me gustan los percebes, pero como aquellos ningunos.
Siguiendo con los Flamin’ Groovies, decía Chus, otro personaje local, que los Flamin’ Groovies tocaban con los Rolling Stones al hombro. Era una boutade sí, pero recogía de alguna forma el espíritu del Cactus donde los grandes dinosaurios perdían espacio en favor de los grupos desconocidos para el gran público. Los Flamin’ Groovies, Los Dictators o los Stooges, tenían allí más peso que los Beatles, los Rolling Stones o los Doors y ese discurso con el tiempo acabó calando fuerte en mí y supercontagiándome.
Ese verano de los percebes lo pasé allí hasta el cierre. Tenía de aquella una persona muy cercana ingresada en el hospital en Oviedo y me pasaba las tardes con ella. Cuando volvía a Avilés, tiraba para el Cactus directamente y allí me quedaba, enganchándome a cualquiera que estuviese dispuesto a aguantarme hasta la medianoche.
Siendo como era estudiante y con ese ritmo de vida tarambana, estaba más tieso que la mojama. Uno de esos días de ese verano, Pachi y Goyi no estaban porque se habían escapado a no recuerdo que concierto o festival, y había quedado Josín a los mandos del bar. Josín era el camarero estrella. En un momento dado, en una escena tan triste que parecía sacada de Umberto D., conté la exigua cantidad de monedas que tintineaban en mi despoblada cartera e hice cuentas para saber cuál de las combinaciones me permitiría tomar más cervezas. Podían ser dos tercios o tres quintos, por ahí iban los tiros. No era cuestión de emborracharse sino de saber que tenía algo para tirar hasta que cerrase el bar. Para comprobar las cuentas de forma aritmética le pregunté a Josín cuánto costaba una cerveza según el formato. Josín me ofreció una respuesta vaga y me dijo “va a tener que ser la siguiente. A esta estás invitado por fulano” y cuando dijo “fulano” pronunció un nombre que no entendí. A partir de ahí se pasó el resto de la noche acercándome una cerveza tras otra y posándolas disimuladamente junto al billar. Por supuesto que fulano no existía.
A Josín le gustaban mucho Los Enemigos, Los Deltonos y otros grupos de blues patrios. No es que a Pachi no le gustasen, no. Lo que no le gustaba es que se abusase de ellos y de que, indefectiblemente, siempre acabaran sonando con una probabilidad directamente proporcional al número de copas ingeridas. Uno de esos días escuché un “EUREKA” a grito pelao. Josín había encontrado la copia de la Tonky Blues Band y “Ponme otro whisky” empezó a sonar a todo trapo. El cabrón de Pachi se la escondía, pero Josín tenía paciencia y acababa encontrándola.
Eso era el Cactus. Bueno, en realidad eso era sólo parte del mismo. Estoy mostrando sólo uno de sus muchos cristales, quizás el más bohemio y rockero noventero, flaco favor le estoy haciendo pero como decía, esto es solo una colección de recuerdos y los recuerdos no permanecen inalterables, sino que se van amoldando y poniéndose cómodos en nuestro imaginario y en el mío propio, están así muy a gusto.
En realidad, más allá de mis dulcificadas memorias, El Cactus fue un garito que en los cinco años que duró en la Calle Rivero celebró más de 300 conciertos. Se dice pronto. Fue uno de esos sitios contados que le dieron color a la Asturias gris de los noventa. Por allí pasaron grupos de fuera como los Hellacopters (sí, los Hellacopters en un bar de Avilés), los Flaming Sideburns y un sinfín de grupos locales como Los Benditos, Los Padrinos o los Wild Pajarracas. Las anécdotas y las historias darían para un libro.

Mis amigos empezaron a llamarme Mojo porque yo llevaba de aquella una barba poblada o mejor dicho, poco arreglada, y una chupa vaquera con borreguillo igual que una foto de Mojo Nixon que colgaba de una columna. Creo que era la portada del Whereabouts Unknown. Qué bueno es ese disco redios, y yo sin conocerlo. Lo único que sabía era que Mojo era mi apodo, apodo con el que de una forma implícita, se reían un poco de mi por mi querencia ingenua por aquel bar y por las músicas que allí sonaban.
El Cactus cerró un 31 de diciembre de 1999 o quizás era el año 2000. Cuando me enteré que su cierre estaba próximo me sentí desubicado. ¿Qué iba a ser de mí? Esa última semana hubo conciertos todos los días entre los que yo deambulaba como alma en pena en una agridulce celebración y despedida.
Finalmente pasó lo que tenía que pasar y, extrañamente, no se acabó el mundo, aunque tengo que reconocer que ya nada fue igual. Pachi y Goyi separaron sus caminos. Él dejó las barras y ella también, aunque tras un tiempo volvió con otro proyecto que nos proporcionó un glorioso verano. En aquella segunda etapa yo ya no era un adolescente pero todavía era joven y esta vez incluso llegué a formar parte de la crew, alguna vez poniendo copas y la mayoría poniendo discos o haciendo carteles para que los pusieran otros, pero, como decía Michael Ende en un cliffhanger tan falso como éste, eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

El sesenta por ciento de mis obsesiones lo conforman el cine, la música y la cocina. El otro sesenta mi pasión por las matemáticas.
Muy fan de Josín invitando a birras y buscando los discos que le esconde su jefe para que no de la turra, jajaja!
Un grande. Esto es así.
Quién no haya tenido un bar de esos en su vida no ha vivido. He dicho.
Ahí está la gracia, Panoli. Todos tenemos el nuestro y pena me da el que no haya vivido algo parecido.
Muy chulo, Manitoba. Como bien dice el Panoli, supongo que todos tenemos un Bar Cactus en nuestra vida -que, por supuesto, usted nos ha recordado con su artículo… Grandes supercontagiadores los bares de juventud, bien lo sabe dios.
Pero aquí la pregunta del millón: ¿hablamos del I Wanna Be Your Man de los Beatles o de los Stones?
(y aviso que solo hay una respuesta correcta)
Gracias Inside! Pues era la de los Stones, claro que sí. Y recuerdo perfectamente (y ya han pasado veintitantos años) que había cierta intención por mi parte de ponerlo difícil porque es un tema que no sale en ningún LP no recopilatorio y también, claro, tratar de no quedar de gañán pidiendo la típica facilona (que no me la hubiese puesto). Pachi se quedó pensativo mirando al techo y al final se sacó el recopilatorio de Historia de la música Rock y santas pascuas.
https://www.discogs.com/The-Rolling-Stones-Historia-De-La-Musica-Rock/release/793336
Bien jugao, Manitoba. La respuesta es correcta: Te acabas de ganar un viaje a Creta con todos los gastos pagados (y coche de alquiler sin límite de carburante)!
Yo, por cierto, el I Wanna Be Your Man de los Stones lo tengo aquí:
https://www.discogs.com/The-Rolling-Stones-Singles-Collection-The-London-Years/release/4126915
Qué maravilla el London Years. Debe ser el disco de los Rolling Stones que más tengo escuchado. Y eso que son cuatro!!
Desde luego era otro mundo el previo a la interné. Oías hablar de un grupo y podías pasar años hasta que conseguías escuchar algo… y un bar donde se salían de lo típico era, más que un tesoro, la Isla de los Tesoros. Que guay.
Como leí el otro día… si es que tenemos más años que un balcón de palos, jajajajaja…
Jajajaja. Sí, Padrecito. Nos sale el cebolletismo por las orejas pero antes de interné qué diferente y qué difícil era todo.
mis mayores supercontagiadores eran (y son) asturianos también y me contaron mil historias del cactus y del chanel en oviedo, así que además de hacerme recordar los bares donde me empapé de música, me has recordado mis escapadas asturianas a salinas y xixón.
después de un fin de semana largo desconectado, leerte para empezar el día, hace el lunes algo menos cuesta arriba, mil gracias!
Gracias a ti Poodle. Desde luego el mundo es un pañuelo!