Cohen y el cantón Ticino

CohenDonovanIPod

Los de mi generación, por lo menos unos cuantos, hemos tenido la suerte de conocer a Cohen sin poner un pie fuera de casa. En mi caso, el disco fue Live Songs, que mis padres solían poner justo antes -o justo después- del grandes éxitos de Donovan. Ése en el que, en la portada, el de Glasgow sale sin camiseta y con un prognatismo de aquí a Lima. Que me aspen si no es una de las fotos menos favorecedoras de la historia de la música.

De los dos discos, el de Cohen era el que más me gustaba. Me daba escalofríos de melancolía de las cosas que no había vivido, pero también de nostalgia oscura y traída del miedo. Pensaba, entonces, que se trataba de una aflicción pasajera, que se marcharía en cuanto cumpliese años y entendiese lo que hubiese que entender. Pero, obviamente, estaba equivocado. Cohen me ha acompañado toda la vida y, con él, me ha acompañado aquella sensación que descubrí de niño, en casa de mis padres, escuchado el Live Songs y mirando ensimismado la contraportada del disco. En ella, aunque en inglés, podía leer claramente la fecha de mi cumpleaños y eso, no podía ser de otro modo, tenía que tratarse de una señal.

>>Transfiguration. That’s what occurred the night of 13 December since then I am not just a human being. I am inhabited by god & love bleeds and burns within me, but what caused the transfiguration was the mad mystic hammering of your body upon my body your soul entered mine then and some union took place that almost killed me with its INTENSITY. I cannot justify my outrageous chains I can only relate what happened before the fire burns me but…<<

¿Qué querría decir todo aquello?

La residencia de estudiantes (barrio de Las Traviesas, Vigo)

Me reencontré con Cohen en la residencia de estudiantes de Vigo, en donde compartía habitación -la 208- con Venancio. Una litera, un par de mesas de estudio y un baño compartido con los mataos de la 207, a los cuales Venancio y yo despreciábamos profundamente. Los Simpson, les llamábamos -vaya usted a recordar por qué.

Teníamos más cedés que libros de texto, ambos éramos más proclives a tocarnos los huevos al son de la música que a estudiar. Recuerdo que escuchábamos muchísimo el segundo de Camel, Mirage, y las Gymnopedies de Satie; herencias de mi padre y del de Venancio, respectivamente. Y recuerdo también una cinta de varios a la que llamábamos “San Teleco”, con éxitos del rock sentimental para principiantes. Wish You Were Here, Presence of the Lord, Dirt de los Stooges… Hasta el Since I’ve Been Loving You andaba por ahí…

Pero Cohen era la verdadera banda sonora de la 208. Venancio se había traído a Vigo el grandes éxitos amarillo, el mejor recopilatorio de la historia y el disco, de alguna manera, se convirtió en el signo de aquellos tiempos. El caso es que mi compañero de habitación estaba enamorado de una tal Susana que, cosas de la vida, terminó yéndose de periquiteo con un tal Jesús. Y Jesús, para colmo de males, tenía un barco (o más bien lo tendría su padre, pero eso ahora no viene al caso). A ciertas edades, claro, estos detalles no se le pasan a uno por alto así como así. Y Suzanne y Jesus el marinero, y el resto del disco, marcaron el son de nuestros primeros años de carrera (que, en lo académico, fueron más bien estériles).

>>Suzanne takes you down to her place near the river (…)

And Jesus was a sailor when he walked upon the water<<

Seguía sin entender, sin embargo, el porqué de esa tristeza descarnada que me engullía el alma cada vez que sonaba la música de Cohen. Y mucho menos entendía el mecanismo que me hacía disfrutar de esa mierda. Todavía me cuesta. Pero es curioso que, a día de hoy, aquella nostalgia indeterminada, de cuando era chaval, se transfigura ahora en nostalgia de aquellos tiempos de residencia de estudiantes y juventud cojonuda. Y en nostalgia, mucha nostalgia, de Lugano.

Lugano (Ticino, Suiza), 2006

Las vacaciones de verano de 2006 las pasé en Londres, en un piso que me alquilé con la pasta que había ahorrado durante los meses anteriores. Había pasado un tiempo desde la residencia de estudiantes. Había terminado la carrera y, qué campeón, había encontrado trabajo. Y en el curro me habían mandado a trabajar a Oviedo durante una temporada larga. Yo estaba encantado porque todo lo que fuese estar fuera de Madrid significaba cobrar dietas y, ya se sabe, la pela es la pela. Así que me alquilé un estudio en Gloucester Terrace y me lancé a la piscina de la soledad. Llevaba unos cuantos años viviendo solo, desde que me mudara a Madrid para terminar la universidad, y le estaba cogiendo el gusto al asunto. Aquéllas fueron, fácilmente, de las mejores semanas de mi vida.

Pero, qué cosas, unos días antes de mi fecha de vuelta saltó toda la mandanga de los explosivos líquidos en el aeropuerto de Heathrow, y se lió la del Pan de Azucar. En la tele se veían imágenes del aeropuerto y las colas y el caos parecían tan inmensos como inmenso había sido mi zen de aquellas semanas. Mala, muy mala combinación. Además, habían restringido mucho el equipaje de mano, y me las iba a ver y a desear para llevarme de vuelta a casa tres semanas de souvenirs londonitas. 

Me dio tanta pereza verme metido en ésas que decidí volver a Madrid en coche: todavía me quedaban unos días de vacaciones y algo de pasta, así que me pillé un tren a Dover, un ferry a Calais y, allí, un Renault Megane de alquiler con el que conduje hasta Hendaya. Un primo mío brasileiro y maconheiro andaba de vacaciones surfistas por la zona, y me ayudó a pasar a Irún para coger ahí un coche español que me llevase a Madrid. Calais, Ruán, Le Mans, Nantes, La Rochelle, Burdeos, Hendaya, Irún, Madrid. Durante cinco días, o así. De lo mejor que he hecho en mi vida. La sensación de libertad era tal que, al salir de Calais, tiré sin querer en dirección contraria y me importó tres cojones. Decidí dar la vuelta en Dunquerque, y no me fui a comer patatas fritas a Bélgica porque dios no lo quiso.

Pero fue al salir de La Rochelle, recién comido y con el sol petándolo tras las ventanillas del coche, cuando mi jefe de Oviedo me llamó por teléfono. Recuerdo que iba escuchando el nuevo de Dylan, Modern Times, que se había publicado esa misma semana y yo me acaba de pillar en la FNAC de Nantes. Le dije que me diese unos minutos, que le devolvería la llamada en cuanto encontrase un sitio en donde parar.

-Qué pasa, Manuel, cómo estás?
-Bien, liado, ya sabes. Qué tal las vacaciones? Todo bien?
-Todo bien, tocándome mucho los huevos. Ya te contaré.
-Joder, qué bien vives. Cualquier día te haces cura.
-Ya te digo, mañana me ordenan, no te jode…
-Oye, que empezamos proyecto en Locarno. En Suiza. Con Antonio Giménez. Cómo lo ves?

Y allá que me fui. Me explicaron que el proyecto tenía fletado un piso en el que me podría quedar hasta que encontrase algo por mi cuenta, y allí coincidí -durante un par de semanas- con José Castillo. Terminamos siendo buenos amigos pero, al principio, me horrorizó tenerle cerca. Me pareció un salido de categoría y, francamente, ni siquiera pensaba que fuese el peor de mis nuevos compañeros de curro. Yo, que venía henchido de ataraxia zen, de soledad mística, no podía soportar la idea de aquel campamento de verano de Charanga del Tío Honorio. Estaba iluminado en el mejor y peor de los sentidos, y la llamada de Manuel me había traído una premonición de exilio perfecto. Pero, ahora, la cosa estaba tomando un cariz apocalíptico.

No podía ser. Ni de puta coña, vamos.

La misma semana de mi llegada, me enteré de que Gustav Leonhardt tocaba en el pueblo de al lado, Ascona y, sin darle muchas vueltas, me pillé una entrada por Internet. Pero José Castillo se apuntó al plan en el último minuto y, nada más sentarnos en nuestra butaca, se obró el milagro.

-Mira qué tetitas, aquí hay buenas vistas…

Ahí, sentado frente al clavecín de Leonhardt, en ese momento y en ese lugar, decidí que aunque el proyecto fuese en Locarno, yo me iría a vivir a Lugano. Solo. Cuanto más lejos, mejor. Y a la mierda todo, ya.

Al cabo de un par de semanas había alquilado un apartamento en el Quartiere Maghetti de Lugano. Uno de los lugares más maravillosos en donde he tenido la suerte de vivir. Y, también, me había hecho con un abono anual de los treni regionali Ticino Lombardia, TILO. Tenía (por lo menos) un año por delante, había que reconducir la situación.

Funicolare a Lugano Stazione

El trayecto entre Lugano y Locarno duraba poco más de una hora. Lugano no es una ciudad grande, y mi casa estaba particularmente cerca de la estación de tren. En apenas 5 minutos, me plantaba en la parte baja del funicular que subía a Lugano Stazione (la cosa no podría ser más pintoresca, todo sea dicho de paso). Luego, una vez arriba, cogía el tren de Bellinzona hasta Giubiasco, en donde hacía un breve transbordo para enfilar, por fin, hacia Locarno. El paisaje era maravilloso, en perfecta comunión con mi introspección mística de aquellos tiempos: había dado, en el Ticino, con la horma de mi zapato. Y Cohen, Leonard Cohen, no tardaría en convertirse en la colonna sonora de aquel año.

Por las noches vagabundeaba por la ciudad hasta las mil y monas, escuchando música en el iPod y dejando que Lugano me colmase las venas. Estaba preñado de aquella ciudad, enamorado hasta las trancas. Del idioma, del lago, de Alberto Moravia, de mis trayectos matinales a Locarno. En aquellos años de primavera, cómo decirlo, yo no llevaba la vida más saludable. Y, supongo, aquellos excesos daban sabor al caldo de la pasión que ponía en todo cuanto hacía. Porque, sí, si estaba enamorado de Lugano, también lo estaba de la música que me acompañaba durante aquellos meses. Mucho Roy Harper, mucho Barrett y, sobre todo, mucho Leonard Cohen. Rondando el lungolago por las noches y discurriendo ente montañas a la mañana siguiente, en el tren camino de Locarno.

Había descubierto hacía poco un concierto suyo en el Paris Theatre de Londres, en el 68, que la BBC2 había televisado en su momento y, qué bien, estaba grabado con un sonido excelente. Y me volvió loco de remate, tan loco que apenas sí escuché otra cosa durante semanas. Recuerdo como presentaba algunas canciones, sobrao como un flamenco y con la gracia rezumándole de las solapas. Creo que aún a día de hoy podría recitar de memoria la introducción de Sisters of Mercy, así de brillante era. Y recuerdo sobre todo la improvisación cojonuda que hacía tras Master Song, una fórmula que, al cantarla con él, te liberaba de tus peores ansiedades y miedos (esto no es que lo diga yo, lo explicaba él antes de arrancarse con la letanía). Pero funcionaba, vaya que si funcionaba.

Y la instrumentación, aquella instrumentación con banjo y órgano y batería con escobillas que me llegaba al alma, y sacaba a las canciones un brillo único y especial.

Sin embargo, la “tristeza descarnada que me engullía el alma cada vez que sonaba la música de Cohen” seguía ahí. Y yo seguía sin entender el mecanismo que me animaba a reincidir un día tras otro. Algo tendrá el lado oscuro, que me atraía -y continúa atrayendo- con esa fuerza del demonio…

Porque si en aquel momento me lo hubiesen permitido, me habría quedado a vivir en ese trayecto de una hora y pocos minutos de tren. Escuchando ese concierto del Paris Theatre en la estación de Giubiasco, mientras esperaba la conexión a Locarno. Para siempre.

Estación de Giubiasco, 2006

Supongo que es evidente que el recuerdo de aquellos días, como tantos otros de juventud, está idealizado en mi mente, mejorado. El recuerdo de Cohen y de aquellas canciones que me acompañaban todas las mañanas durante aquella hora diaria de idilio centroeuropeo. Tampoco hay que ir a Salamanca para rendirse a la evidencia tras una rápida lectura de los párrafos que preceden a éste: no sé si he dicho ya que estaba iluminado como un santón y que soy dado, muy dado a la exageración. Pero ahora, al recordarlo, tengo la sensación de no haber disfrutado tanto de la música, en toda mi vida, como durante aquella temporada. De no haber vuelto a vivirla con semejante vehemencia. Y solo por eso ya merece la pena recordar la aventura.

Leonard Cohen, Live in Session ’68 (Rox Vox 2020)

El otro día, revisando las novedades en mi tienda local, vi que Rox Vox -un sello de legitimidad cuanto menos cuestionable- había reeditado el directo del Paris Theatre de Londres, Live In Session ’68. Yo ya tengo una copia en casa y, sí, el sonido es tan bueno como el de la descarga que me acompañó durante aquellos meses en Lugano, hace ahora unos 15 años. Sirvan estas letras, la historia de la casa de mis padres, de la residencia de estudiantes, del viaje en coche por Francia y, sobre todo, de Lugano, como el Macguffin de la reseña de este disco. Una reseña atípica, pesada, ególatra hasta decir basta. Pero una reseña, al fin y al cabo.

No dejen que se les escape, estamos hablando del mejor Leonard Cohen, no de cualquier tontería.

Transfiguration (Daphne Richardson)

Una mañana de sábado, al salir del Quartiere Maghetti para comer algo, vi que habían montado un mercadillo en una de las calles peatonales del centro. Fui a echar un vistazo y, en uno de los puestos, encontré una copia del Live Songs, el disco que me había dado a conocer a Leonard Cohen en casa de mis padres.

Me reencontré entonces, 25 años después, con el primer directo oficial de Leonard Cohen y, también, con el texto que se encontraba en su contraportada (tan oscuro ahora como entonces), aquél en donde se podía leer la fecha de mi cumpleaños. Mi inglés había mejorado sustancialmente desde mi primer contacto con aquellas letras pero, francamente, seguían sonándome a griego.

Transfiguration. That’s what occurred the night of 13 December since then I am not just a human being. I am inhabited by god & love bleeds and burns within me, but what caused the transfiguration was the mad mystic hammering of your body upon my body your soul entered mine then and some union took place that almost killed me with its INTENSITY. I cannot justify my outrageous chains I can only relate what happened before the fire burns me but…

Esta vez, sin embargo, había encontrado un rastro. Un punto de partida para la investigación, un nombre. El texto estaba firmado.

>>This writing is from the work of Daphne Richardson (1939 – 1972)<<

Me puse a investigar y, por supuesto, no me sorprendió comprobar que otros antes que yo se habían interesado por el personaje. En muy contadas ocasiones somos los primeros en hacer algo (de niño me obsesionaba esta idea y solía poner en práctica los planes más rebuscados para romper esta premisa, pero esto sí que ya es otra historia). Fue Internet, claro, quien me trajo las respuestas que buscaba. No fue difícil tirar del hilo.

Al parecer, y según el propio Leonard Cohen, Daphne Richardson era una mujer warm and attractive, con un sentido del humor extraordinario, que había conocido en Londres en torno a 1970. Se había pasado media vida internada en diversas instituciones mentales y, finalmente, terminó suicidándose saltando desde la Bush House, el cuartel general de la BBC World Service, junto al londinense puente de Waterloo. Tenía, por lo visto, un talento más que notable para la poesía y Cohen, que había mantenido contacto epistolar con ella, iba a pedirle que ilustrase su colección de poesía The Energy of Slaves. Pero unos días antes de que el agente de Cohen se pusiese en contacto con Daphne, ella decidió saltar desde una novena planta.

Mencionaría a Cohen en su nota de suicidio, y esto marcaría a Cohen durante años. En palabras de Robert Humphrey, autor del ensayo “Looking for Daphne” (que se puede encontrar en el libro/panfleto “Intensity”, monográfico sobre Daphne Richardson), el suicidio representa el dilema del poeta confesional, Leonard, cuya obra es capaz de abrir corazones -algunos extraordinariamente vulnerables-, con consecuencias impredecibles.

La Transfiguración que terminaría dando forma a la contraportada de Live Songs formó parte de una carta que Daphne envió a Leonard Cohen poco antes de terminar con su vida, a finales de 1971. Describe una experiencia trascendental que expandió su conciencia, inducida por un encuentro espiritual, casi sexual, de una intensidad abrumadora. En encuentro está fechado a 13 de diciembre (de 1971?) y, mucho me temo, la coincidencia de esa fecha con el día de mi cumpleaños ha marcado mi vida para siempre, al despertar mi interés temprano por Leonard Cohen y su oscuridad hermosa.

Me pregunto si Daphne, en algún momento, habría entendido lo que había que entender, la tristeza descarnada de la música de Cohen. Esa tristeza con la que, yo, siempre he tenido una deuda pendiente. Quizás fuese así, y quizás su naturaleza, tan sensible, no pudiese soportar ese abismo.

Cousas veredes -yo, por lo pronto, voy a seguir trabajando en ello.

9 comentarios en «Cohen y el cantón Ticino»

  1. Me cago en tal tío, me he quedado bobo! No te diré nada sobre Cohen, el Cohen de cada uno es el Cohen de cada uno pero ese halo que tiene a todos nos toca un algo un poco o un mucho. No te diré nada de Donovan, justo tengo ese disco, justo pienso lo mismo de su habsburguismo, justo disfruto como un enano cuando lo escucho. No te diré nada de esa maquetación i+d que te has currao, jajaja! Ni diré nada de lo de las «tetitas», jajaja!. Total, que no digo ná, que sigo bobo!
    pd.: mi cumpleaños es exactamente el día que los Clash sacaron el singuelo de «White man in Hammersmith Palais» y que los Suicide actuaban en lo que luego se editó como «23 minutes over Brussels»… y siempre he considerado que esas cosas molan un huevo, mucho más que coincidir con el día del bombardeo de Hiroshima o la actuación de Sabrina en TVE.

  2. Una preciosidad el artículo, da gusto la capacidad evocadora que tienes. Si publicas tus memorias de “gallegos musiquetas por el mundo” me apunto al preorder pero ya.

    Por otra parte tengo que reconocer que vergüenza me da decirlo pero no tengo el Live Songs. Y mira que me gusta Cohen pero nunca me llamaron la atención sus discos en directo excepto un recopilatorio que me hice con todas las versiones que encontré de Memories, obsesiones de uno. Al menos prometo ponerle solución a esta falta lo antes posible.

    Ah! No sabía que habías vivido en Oviedo!

    1. Sí, estuve por ahí un año y pico, entre el 2004 y 2006. En un piso de la calle Fruela. La empresa para la que trabajábamos había alquilado una oficina de inframundo en la calle Rosal, así que me pillaba bien a mano. Creo que nunca he vuelto a vivir tan cerca del curro…
      Luego volví en 2009 o 2010, otro año, quizás un poco menos. Pero, esta vez, ya viviendo de hotel y volviendo a Madrid los fines de semana.

  3. qué bueno! tienes una facilidad increible para escribir sobre algo totalmente personal que a la vez despierta sentimientos y experiencias generales que todos hemos tenido y tenemos. aparte de hacerme desenterrar discos que me has hecho escuchar y descubrir de manera diferente. como ahora, que ando escuchando el directo de cohen con otras orejas.

    1. Muchas gracias, Poodlo! El Live Songs es un disco excelente, pero el directo en el Paris Theatre tampoco tiene desperdicio. El tercero en discordia, en mi ranking particular, sería el de la isla de Wight que publicaron hará unos 10 años o así.

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