
Siempre he sido un negado para esto de los coches. Básicamente, me dan igual. Por ello, cuando saqué el permiso de conducir me compré mi primer automóvil a toca teja con los cuatro duros que tenía por aquel entonces. No miré mucho, sólo las cosas imprescindibles: que fuese pequeño, que fuese rojo y que tuviese un equipo decente. El resto fruslerías, bien lo sabe dios. El dueño anterior le había cogido cariño, me dijo que lo llamaba Saltapraos. A mí me pareció un buen nombre pero como ahora era mío y un coche no puede quejarse, lo rebauticé como la Jacapaca.
Con la Jacapaca establecí una historia de amor imposible como la de Gene Wilder y la oveja de la peli de Woody Allen. Me encantaba aquella pieza de chatarra con ruedas. Aunque en principio fue un vehículo comprado exclusivamente para acercarme al trabajo, la bala roja acabó recorriendo todo el noroeste peninsular entre conciertos y pequeños viajes que ponían a prueba su exigua cilindrada y la total ausencia de mantenimiento con la que yo injustamente recompensaba su inquebrantable resistencia. Nunca me falló. La Jacapaca era fiel, robusta y dura.

Si había una cosa que no me gustaba de mi vehículo es que hacía bastante ruido. Normal. Coche viejo, barato y motor diésel son los ingredientes perfectos para fabricar una bonita cafetera con ruedas. Una cafetera roja, eso sí. De hecho, recuerdo que antes de la Jacapaca había probado otro automóvil cuya compra desestimé porque sonaba peor y más alto que el Metal Machine Music interpretado por U2 en el Bernabéu.
La Jacapaca tanto ruido no hacía, no, pero bramaba como una bestia malherida. Traté de disimularlo poniendo siempre música desde que me subía hasta que me bajaba. Desde el primer día. Desarrollé una costumbre tal, que puedo decir que no sabía conducir de otra manera. Acababa de sacar el carné de conducir y esos primeros malos vicios que coges te acompañan de por vida. Montaba, le daba al contacto y ponía música a todo trapo. Conducir sin música hubiese sido como cambiar de marcha con la mano izquierda, poder se puede, pero es incómodo y antinatural. En definitiva, era feliz con la Jacapaca, mi pequeña discoteca móvil.

Hasta que la reventé, claro. Un día iba por la autopista y tratando de esquivar un camión que me había comido, pegué un volantazo con el que perdí el control del coche. Di dos o tres vueltas de campana y el amasijo de hierros resultante quedó finalmente de pie. Fue su último acto de servicio en el que una vez más demostró una incorruptible lealtad, antes de expirar para siempre e irse merecidamente al cielo de los vehículos de segunda mano que tan bien se ganó.
Salí del coche por mi propio pie, un tanto apijotado pero milagrosamente incólume. Llamé a la benemérita y me puse a hacer señas desde la mediana para no provocar otro accidente. Viendo el coche, la Guardia Civil no se creía que yo fuese dentro y hubiese salido indemne del accidente.
A mis padres no les dije nada, no les quería dar un susto. Esa misma semana me pasé por su casa y qué casualidad que va mi padre y me dice que está pensando en cambiar de coche, que si me interesaría quedarme con el suyo viejo. Sentí que la Jacapaca me guiñaba un ojo desde el cementerio de coches celestial encendiendo el único piloto que no se había roto. Así fue como heredé el coche de mi padre que era grande, azul y con un equipo de música simplón que cambié de inmediato. A mi nuevo automóvil no le tenía especial cariño. Era aparatoso y se me hacía demasiado grande pero al fin y al cabo era gratis.
Un año después mi padre falleció inesperadamente. Obvia decir que es una de las mayores mierdas que te puede pasar en la vida pero que después de unos días, el mundo sigue y no queda más remedio que volver a montarte a él. Con una tristeza infinita volví al trabajo y aquel día tuve a bien de desconectar el aparato de música del coche porque cuando aquello pasó, dejé de escuchar música.
Lógicamente, ante una situación así, escuchar música no apetece. Más tarde, cuando vas recuperando tu vida, parece (o al menos a mí me pasaba) un acto totalmente impropio del momento, solo pensar en ello me generaba sentimiento de culpa. ¿A quién se le ocurre poner un disco en ese estado?
Por primera vez supe lo que era conducir escuchando el ruido del motor. Y encima, el motor del coche que mi padre me había regalado. Aprendí a escuchar a ese ingrato ruido, ese que se va agudizando según se pisa el acelerador y que se relaja al cambiar una marcha. No voy a contar aquí mis penas porque quieras que no, todo el mundo pasa por ello pero no hace falta decir que todo es una puta pesadilla.
Los días fueron pasando y con ello la vuelta a la normalidad. La nueva normalidad de mierda. A veces, miraba de reojo a la radio del coche y ésta me devolvía una mirada inerte, sin las luces horteras que mi equipo Sony desprendía habitualmente. Así me tiré no sé cuánto tiempo.

Finalmente, un día decidí que ya era momento de volver a escuchar música y que el trayecto en coche al trabajo era una ocasión suficientemente desinteresada como toma de contacto musical. Subí al coche, apreté los dientes y conecté al aparato. No sabía lo que iba a sonar. Tras un breve instante, los altavoces empezaron a vibrar y sentí que se me helaba la sangre. Era el puto Dolphins de Fred Neil. Una canción que tiempo atrás me había obsesionado.
Aquí debería introducir una historia muy molona sobre como conocí a Fred Neil pero no va a ser así porque hoy vengo con la intención de decir verdades. A Fred Neil lo conocí por ese libro de Robert Dimery cuyo nauseabundo título -1001 discos que hay que escuchar antes de morir-, da cuenta de un buen puñado de discos, en su mayoría clásicos más o menos evidentes. Mi humilde recomendación es ojearlo sin prejuicios y valorar los descubrimientos que nos aporte olvidándonos de los que faltan.
Por eso ese día, cuando Dolphins empezó a sonar, subí el volumen al once y dejé que me guiase al trabajo. Una y otra vez. En modo repeat. Dejé que sonase docenas de veces seguidas. Cientos. Empecé a hacerme a una nueva normalidad en la que Dolphins era la única y exclusiva banda sonora de mi nueva vida. Todos los días iba y venía del trabajo con Fred Neil y sus delfines hasta que me aprendí al dedillo cada acorde, cada quiebro, cada arpegio que escuchaba una y otra vez hasta la saciedad. Después de un tiempo indeterminado pero desde luego que no fue corto, llegó el día en que quité el modo repeat a la canción para ponérselo al disco entero en un segundo periodo de transición a la, llamémosla, nueva normalidad de mierda.
Una de las mejores y más tristes escenas de Los Soprano.
Finalmente, como decía Julio Iglesias, la vida sigue y di paso a otros discos y a otras músicas. El coche de mi padre se jubiló un año o dos después. Era nochevieja y yo iba a cenar a casa de mi madre. Antes de llegar reventó la correa de distribución. Con la inercia conseguí aparcarlo y allí quedó muerto de asco. No llamé ni a la grúa porque al día siguiente me iba de vacaciones. A la vuelta me compré otro. Mi tercer coche tampoco era como la Jacapaca pero al menos seguía siendo pequeño y rojo. En realidad era el modelo evolucionado de la Jaca Paca. Todavía me dura.
Fred Neil hizo carrera en el Greenwich Village retratándolo hasta en la icónica portada de su primer disco así que cuando años después estuve en Nueva York quise ir su epicentro, el cruce de MacDougal con Bleecker y hacerme la foto yo también. Ya no queda nada de lo que fue el Village hace 50 años. Los miembros de esa comunidad están casi todos muertos y los pocos que quedan son muchimillonarios que viven muy alejados que la Gran Manzana. Lo que en su día fue un barrio plagado de tugurios y un hervidero de mentes inquietas que ejercieron de azote cultural en los años 60, es ahora un sacaperras para turistas y nostálgicos que andan (andamos) dando tumbos buscando la foto perfecta intentando que no se vean demasiado las tiendas de souvenirs. El Greenwich Village ha muerto aunque sigue existiendo un barrio con ese mismo nombre en el corazón de Manhattan. Fred Neil ya tampoco está ni Tim Hardin ni Karen Dalton ni tantos otros. Tampoco mi padre cuyo recuerdo tristemente se va diluyendo poco a poco según pasan los años. Al menos, siempre nos quedará la música, refugio de tristezas y soledades, y canciones como Dolphins que hablan de putos delfines.

Los delfines de Fred Neil
La biografía de Fred es tan divertida y extraña que se merece escribirle unas palabras aparte y aquí ya no nos va a entrar. Dejémoslo para otro día. De momento y para situarnos vamos a anticipar que Neil no era un músico al uso. Digamos que era un tanto «particular». No concedía entrevistas y tampoco le gustaban las fotos. No quería fama. Huía de los focos como de la peste. El dinero se la traía al pairo y cuando pudo se jubiló. Así de simple.
Su retiro (entre delfines, cómo no) fue tomado de forma gradual, sin hacer ruido. Nada de gloriosas despedidas. Se lo pudo conceder gracias a los royalties que le aportó la celebérrima versión de Everybody’s Talkin’ que Nilsson grabó para la banda sonora de Midnight Cowboy (1969).
Esa canción se publicaría en su toma original en 1966 en el LP homónimo de Fred Neil, obra maestra del género. En ocasiones tildado como Folk-Psych por la introducción de instrumentos exóticos como el buzuki que suena en Dolphins o por el raga que cierra el disco, es en realidad un LP de Folk y Blues mayúsculo que permanece inalterable al paso del tiempo gracias a su vigencia contemporánea ajena a modas y corriente, a su temática universal y a la ausencia de clichés de género.
El disco incluye diez cortes como diez soles con dos versiones y ocho temas propios. En su momento tuvo un éxito moderado (recordemos que estamos en 1966 y la competencia es mayúscula) pero para el amplio séquito de colegas de profesión que veneraban y seguían a Neil siguiéndolo de costa a costa, el disco se convertiría en un referente y Dolphins en su canción más inspiradora.
Poco después de publicarse el disco, Dolphins fue grabada por Judy Henske en una oscura versión producida por Jack Nitzsche. Le seguirían inmediatamente West, Al Wilson, Dion, Doug Ashdown, Gale Garnett, Linda Ronstadt, Kenny Rankin (curiosísima versión), It’s A Beautiful Day, Judy Mayhan, Richie Havens… la lista es infinita hasta que finalmente en 1974 Tim Buckley la incluye en el Sefronia aunque en realidad venía tocándola desde 1967. Decía Neil que a él era la que más le gustaba. Yo me quedo con la versión en directo que Buckley tocó en el Whistle Test en 1974. Si no he visto ese vídeo mil veces no lo he visto ninguna.
Ojo que aquí la clase se derrama.
La melodía de Dolphins es densa como la gelatina. Acordes extraños y un ritmo hipnótico y cargado de ecos y reverb, aportan un textura caliginosa. A Neil no le atraían las producciones sofisticadas y gustaba de esperar a componer hasta llegar al estudio pero en esta ocasión la paciencia del veterano Nick Venet en la producción mereció la pena.
La letra es de una sencillez y parquedad abrumadora, muy en contra de los largos discursos contestatarios habituales en la época. Neil la canta con un tono cansado y nostálgico pero sin jactancia ni afectación a través de una serie de frases aparentemente inconexas y crípticas que hablan de delfines, ligues de fin de semana y que dejan caer que todo se va a la mierda y que esto no ya hay quien lo cambie. Y todo con esa voz barítono que podría congelar el infierno.
And all about the times when we were running wild
I’ve been a-searching for the dolphins in the sea
And sometimes I wonder, do you ever think of me
Ah, this old world aint ever change
This world may never change
This world may never change
En fin, amigos. Ya lo decía Tito Neil. Hay cosas en este mundo que nunca van a cambiar. Igual no es tan mala idea dejarlo todo e irse a tocarles la guitarra a los delfines de los cayos de Florida. No es mala idea, no.
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El sesenta por ciento de mis obsesiones lo conforman el cine, la música y la cocina. El otro sesenta mi pasión por las matemáticas.
estimado company, el dolor por esas pérdidas es indescriptible, el vacío que dejan es inmenso. otro abrazo! y ya se lleva hoy dos de mi parte, que el otro ya se lo mandé por lo de la aguja 😉 tremenda escena de «los soprano».
Tremenda la escena y tremenda la serie entera, Juan. De hecho, estoy planteándome volver a verla. ¡Abrazales!
La Jacapaca me ha recordado al Rabanito. El 205 rojo de mi madre que usé tanto o más que ella. Campamentos, viajes, caminos, nevadas, conciertos… y que conduje hasta el desguace cuando ella murió.
Rabanito era primo hermano de Jacapaca: También era un 205. Eran guapos, ¿eh? Bueno, no sé, a mi me lo parece. Creo que mi concepto de belleza hablando de coches es diferente al de la mayoría de la gente.
Para mí, no eran de los más feos. Y con los asientos traseros bajados lo que cabía dentro. Snif…
Y que se arreglaban de una patada!
qué grande fred neil. yo lo conocí a través de un artículo del ruta que hablaba de nilsson, otro de mis ídolos malditos. siempre me dio una envidia terrible fred neil, poder retirarse a hacer lo que te dé la gana cuando uno todavía está en la flor de la vida me parece el mejor de los planes.
ah! y otro abrazo por mi parte. ya llevas tres en un día. y sin haberlos pedido.
Yo, como creo que ya ha quedado claro, soy más de Freddie que de el señor del batín que también me gusta pero desde luego que no tanto como el delfinero. Y desde luego que muy fan de la jubilación de este último. ¡Abrazos Poodle!
He ido corriendo a escuchar la versión de Judy Henske, a la que le tengo bastante simpatía y que no sabía que había hecho esta canción y, madre mía, vaya metedura de pata. La de Buckley, bien, pero me quedo con la original.
La de Judy Henske tiene su aquel por la producción pero yo me quedo de lejos con la original también.
Excelente, Manitoba. Estaba pensando precisamente en la escena de Los Soprano, que tengo marcada a fuego desde que la vi. No, no tengo una historia tan mítica como la suya con la canción de los delfines, pero siempre me he gustado mucho. Muchísimo.
Sólo un pequeño apunte sobre el Greenwich Village: no está del todo muerto. Mantiene, por lo menos, un habitante de sus (segundos) años dorados. Un pequeño, pequeñísimo resquicio. Patti Smith. Que, por lo que tengo entendido, sigue viviendo ahí.
Creo que lo he contado por aquí alguna vez (por el secreter original, más bien) pero, un día, entrando a comer en un restaurante etíope del Village, abrí la puerta a una SEÑORA que venía detrás de mí. Y, al girarme, vi que era Patti Smith. Casi me cago encima. Me pasé toda la comida pensando si acercarme a decirle algo (no lo hice, por supuesto) y, sobre todo, maldiciendo por no haberme pillado un original de su primer single, el de Hey Joe, que había visto en una tienda unas horas antes. Era caro y me rajé, y tendré que vivir con ello hasta el día de mi muerte.
Pero, en fin, que por lo menos sí queda algo auténtico en el barrio. Que menos da una piedra.
Me hizo, por cierto, mucha gracia encontrarla precisamente en un restaurante etíope (por lo de su su adoración por Abisinia que, si no me equivoco, empezó a través de la conexión con Rimbaud, y tal). Casi hasta parecía un montaje, o algo…
Y ya en otro orden (mundial), yo solo he tenido un coche en mi vida. El mismo desde hace 12 o 13 años. El nene verde, se llama. Lo pillé es España y, cuando me mudé a Reino Unido, me vine conduciéndolo con mi señora. Así que somos los raritos del volante a la izquierda. Diversión sin igual para la policía que, día sí, día también, viene a darnos el toque cuando ven a mi mujer con el movil en la mano, sentada en el asiento derecho.
Normalmente no tardan en entender la situación, pero a veces les cuesta un ratillo, no crean. Y, sí, se hace un poco violento.
Vaya historia guapa la de Patti. No sabía que vivía en Greenwich Village, sí en NYC porque la sigo en redes. Desde luego que a mi nunca me pasan esas cosas. Si llegas a comprar el single, ¿se lo hubieses enseñado o dado a firmar?
Con el tema de los coches “al revés” yo puedo añadir algo también (una chorrada, claro). Hace mil años estuve en Malta unos días y como iba a alquilar un coche quise prepararme antes de viajar ya que en Malta también conducen “por el lado equivocado”. Así que me durante unas dos semanas me preparé a conciencia conduciendo la Jacapaca cambiando de mano con la izquierda, lógicamente con el cambio situado a la derecha. Por supuesto que en los trayectos al trabajo. Tiene su aquel eh?
A veces todavía lo hago (orgullo sucnor).