La Parte Chunga: Curtis en casa

stones360
Vivimos tiempos extraños. Las vacaciones han pasado a segundo plano y, ¿afortunadamente?, han quedado relegadas a un recuerdo más o menos lejano. Al menos, nos ahorramos las habituales desavenencias sufridas en nuestros infaustos viajes y, por si fuera poco, podemos disfrutar de la felicidad y paz del hogar. ¿No? ¿Problemas de convivencia en la comunidad? Vaya por dios. El caso es quejarse de algo. Hoy en la parte chunga: El terrorífico mundo de los vecinos.

Capítulo 1: Vecino de arriba, 4ºB

Cuando Pompón y yo nos fuimos a vivir a nuestro primer nidito de amor, al perla del vecino de arriba le quedaba poco tiempo en nuestra comunidad. Prácticamente no llegamos a conocerlo. Eso sí, sabemos que era un chungo. Las extensas crónicas del vecindario lo describen como un “borrachín que le daba al tema”. No sabemos cuál es el tema en cuestión, pero parece ser que ese “tema” no es de los que se estudian en las bibliotecas, excepto en la sección de politoxicologías, claro.

Recién mudados a nuestra nueva residencia, una noche de sábado en la que no nos encontrábamos en casa, el simpático vecino de arriba se confundió de planta e intentó entrar en nuestro hogar. Cuando vio que su llave no abría nuestra puerta, empezó a aporrearla intentando tirarla abajo empleando tal saña que nos la dejó perdida de sangre. El perla nos dejó la puerta que parecía un Pollock, ligeramente peor cotizado, eso sí, pero rico en enfermedades sanguíneas y patógenos de transmisión hemática. Nuestra puerta otrora marrón aburrido pasó a lucir ahora una paleta de tonos carmesí formando un universo de matices bermellones. Y luego el escándalo que se formó, claro. Antes de asumir que se había confundido de planta terminó por despertar a todo el vecindario que escuchaba entretenido las voces del interfecto. Los que estaban más lejos, imagino yo, debían tejer calceta para acompañar el fondo sonoro mientras que los que el ojo de pez de la mirilla facilitaba la visión del espectáculo, se debían dedicar embelesados a contemplarlo en exclusiva sin mayor aderezo ni distracción.

Más o menos asina nos encontramos la puerta
Más o menos asina nos encontramos la puerta

Ahora bien, he de decir que, entre las innumerables virtudes de mi comunidad de vecinos, la capacidad deductiva no es quizás la más destacada de ellas ya que maliciosamente concluyeron que el vecino nuevo del tercero se había pillado una cogorza tan grande que no había sido capaz de abrir la puerta de su propia casa y la había intentado tirar a ostias. O sea, pensaron que era yo el yonki y encima me tocó limpiar la sangre. Aprovecho pues esta misiva para comunicar públicamente a todo mi vecindario que no fui yo el que llegó borracho y drogado demostrando tal impericia con la llave que intentó derribar la puerta a empujones. No ese día.

Capítulo 2: Garaje

Pocas semanas más tarde del incidente de la puerta le roban el coche a un vecino. En la cochera del subterráneo, alguien le hace un puente al vehículo y se lo lleva con ayuda de la complicidad de la noche. La autoría del delito corrió por parte de un colectivo socialmente desfavorecido, el cual, no voy a desvelar para no caer en la banalización racial y en el prejuicio fácil. Sí que puedo decir que la víctima fue un payo y que el objeto del hurto correspondió a un “Ford Orion to’ guapo” que simpáticos zíngaros malhechores utilizaron para dar unos trompos antes de abandonarlo unos días después en un descampado de las afueras.

Por aquellos tiempos acababa yo de cambiar de trabajo y un día tuve la mala suerte de dormirme. No queriendo decepcionar a mis jefes con mi retraso, iba yo corriendo por el garaje como alma que lleva el diablo cuando quizás por mi tez morena, quizás por mi cabello enmarañado, quizás, quizás, quizás, fui confundido con el delincuente que había chorizado el Ford Orion. Segunda vez que me toman por otro y oye, nunca por un joven triunfador. De repente, sentí que mi cuerpo era aplacado y tras ser despedido varios metros por los aires, aterricé en el duro suelo hormigonado. Cuando abrí los ojos, magullado, atolondrado y acojonado, me encontré con el dueño del Orion que me miraba desafiante desde arriba, a horcajadas sobre mi cuerpo:

Recreación de los hechos
Recreación de los hechos

– ¿Dónde ibas ratero de mierda?

– A trabajar, señor.

– ¿Vives aquí?

-Sí, soy el nuevo, el del tercero.

-Ah… El del tercero… Vale, vale. Perdona chavalote que te confundí con un gitano ladrón con muy mala pinta. El que me chorizó el coche. Oye, por cierto, mira a ver si te cortas un poco cuando sales de noche, ¿eh campeón? Jeje. Que yo también fui joven pero coño, que los demás queremos dormir, ¿eh? Bueno… Jejeje.  

Me soltó la pechera, se quitó el polvo de encima de un manotazo, como si le hubiese transmitido el SIDA, se levantó y me dejó ahí en el suelo contemplando un bello contrapicado de las llantas de un Seat Toledo. Ahora, cada vez que lo veo me sonríe en plan “pelillos a la mar”. Yo por si acaso, desde aquel día, si tengo que bajar al garaje de noche me pongo un chaleco reflectante.

Capítulo 3: Vecino de puerta, 3ºA

En los primeros años de convivencia en nuestro apartamento, Pompón y yo acudíamos prestos a las reuniones de la comunidad de vecinos. Francamente, como norma general son una pérdida de tiempo y de paciencia, pero en ocasiones, si se observan desde la barrera, puede ser un buen descojone observar las habituales peleas entre convecinos, plagadas de gritos y pérdidas de nervios. Por si fuera poco, la primera a la que asistimos, contó con el protagonismo y la inestimable colaboración de nuestro queridísimo vecino de puerta que, interrumpiendo una tensa discusión rica  en exabruptos sobre el impago de una derrama, intentó apaciguar al personal con una serie de frases en un lenguaje pedante y churrigueresco al estilo de “como decimos en la compañía para la que yo trabajo: una problemática genera una disyuntiva entre una solución pragmática y otra afín a las circunstancias que blablaba”. 

A Pompón le entró la risa tonta y me dio disimuladamente un codazo mientras yo intentaba aguantarme mirando para otro lado. Nuestro vecino, que trabaja en una multinacional envasadora de refrescos carbonatados cuyo nombre no voy a revelar para no incurrir en una muestra de publicidad gratuita, quedó automáticamente bautizado desde aquel día como “CocaColo”.

Marcos de Quinto. Liberal y REFERENTE de mi vecino
Marcos de Quinto. Liberal y REFERENTE de mi vecino

Por aquel entonces, yo madrugaba un montón y requería al llegar a casa una pequeña siesta para engañar el cuerpo. Cocacolo, que su trabajo en la multinacional le proporcionaba más tiempo libre que a un marqués, decidió invertir su talento más allá del estudio de la dialéctica y se compró una trompeta. Sí, una puta trompeta que intentaba aprender a tocar todos los días coincidiendo con mi frustrado intento de siesta. El talento musical de CocaColo era inversamente proporcional al de su retórica y el único fruto que cosechaban sus lecciones era mi desesperación. 

Ahora bien, lo peor de todo era que CocaColo solo intentaba tocar el Strangers in the Night de Sinatra. Una y otra vez. En su puta vida de bobo no probó con otro tema. Pensaréis pues que con tanta práctica en una misma interpretación, su grado de virtuosismo y de filigranas con las que acompañaba la melodía deberían harían ensobrecer a Chet Baker. Pues no, todo lo más se hubiese suicidado antes. CocaColo no pasaba de las primeras notas y volvía sobre ellas una y otra vez. ¿Sabéis cuantas veces se puede intentar tocar Strangers in the Night en una hora? Yo sí. Veintisiete veces y ninguna entera. Lo único que tenía era fuerza para soplar. Yo me lo imaginaba en la planta embotelladora hinchando las botellas a pleno pulmón. En cualquier caso menudo castigo, ríete tú de la inquisición.  

Disco favorito que ahora odio con toda mi alma
Disco favorito que ahora odio con toda mi alma

Semanas después de iniciar sus clases mis nervios iban camino de ser destrozados. Decidí pasar a la acción y empecé a contrarrestar el ruido de su noble instrumento subiendo el amplificador al once y batiéndome en duelo con el Neighbors de los Stones a un volumen tal que hacían vibrar y sufrir a mis altavoces. A mis altavoces y al resto de los vecinos, claro. Cada vez que él le daba a la trompeta yo ponía la canción. Una y otra vez. “No piece and no quiet” cantaba Jagger. Pues no piece no quiet para nadie. Al final me rendí y otorgué a Cocacolo la primera victoria en nuestra desigual y putapénica Battle of Bands. Decidí pasar a la segunda ofensiva y echar ahora toda la carne en el asador. La batalla final sería mía. Coloqué mi copia de Strangers in the Nights en el plato. De ahí ya no se movería por una temporada. A partir de ese momento, cada vez que CocaColo volvía a la carga con el enésimo intento de aprender la canción, yo ponía el disco en el plato a un volumen brutal. La versión de Sinatra original del 66 frente al aprendiz de tuno del 4ºA. Evidentemente era el disco de Sinatra el que marcaba el compás, pero el pobre CocaColo no era capaz a seguir el ritmo que imponían las baquetas de Hal Blaime y aquello era como escuchar a The Shaggs intentando tocar el Canon de Pachelbel. 

A Mick Jagger lo quería yo ver de vecino de CocaColo

Finalmente conseguí agotar sus nervios o su paciencia (o simplemente se cansó) y cesó en sus hostilidades. Esta vez me llevé la victoria. Él guardó la trompeta para siempre y yo guardé el disco en la funda (por el lado correcto, claro). CocaColo nunca me dijo nada por la coincidencia de sus lecciones de trompeta con mi inusitada pasión por Sinatra pero yo por si acaso a las reuniones de vecinos no he vuelto a asomar la nariz. La venganza se sirve fría, como la CocaCola. 

Capítulo 4: Vecinos de enfrente, 3ºC

Un tiempo después Pompón y yo empezamos a escuchar un ladrido que nos sacaba de quicio proveniente del piso donde vivían nuestros vecinos de enfrente, una madre con su hijo adolescente y gordinflón. Parece ser que habían adquirido una mascota que emitía un ladrido extremadamente alto y desagradable. Por si fuera poco con el volumen que manaba de las fauces del can, la frecuencia también era extrema. No callaba el puto perro. Ladrido por la mañana, ladrido por la tarde y ladrido por la noche. Lo raro de todo esto es que el animal debía estar secuestrado en casa porque ni Pompón ni nos lo encontrábamos nunca. Cuando nuestro nivel de desesperación llegó a cotas insostenibles, empezamos a asomarnos a la mirilla cual vieja del visillo con la intención de conocer al chucho que nos estaba amargando la existencia. No aparecía. Lo debían dejar en casa encerrado todo el día y por eso ladraba.

Tristemente, llegó a coincidir en tiempo CocaColo con la trompeta y el perro con el ladrido, y en el epicentro de todo nuestro hogar, dulce, hogar, el cual despedía un galimatías sonoro resultante que recordaba al disco más experimental de Scott Walker. A veces me subía sobre una silla y blandía unos palillos chinos como si de batutas se tratasen, pero no, no me hacían caso ni unos ni otros.

Un día, nos armamos de valor y coraje, y llamamos al timbre de los vecinos para intentar educadamente comentarles que entendíamos que tuviesen perro y que ladrase pero que el hecho de que lo hiciese a las cuatro de la mañana resultaba un tanto molesto, que si no le podrían echar unas ralladuras de Valium en el Royal Canin. Al menos eso pretendía decir yo. La vecina nos abrió:

– Hola, somos los vecinos de enfrente.

– Sí.

– A ver. Es que nos gustaría comentaros una cosa sobre vuestro perro.

– No tenemos perro. –Y cerró la puerta tras de sí.

Comenzamos a pensar que el ruido era tal que la reverberación nos engañaba en su procedencia. Eso o que vivíamos en un edificio fantasma, lo cual, ya no era la peor de las opciones sino fuese porque la póliza del seguro parecía no cubrir inmuebles encantados. Al final, no nos quedó más remedio que comenzar una investigación y empezamos a pasearnos discretamente por el pasillo colocando sigilosamente un vaso entre las diferentes puertas de nuestros vecinos y nuestra mejor oreja, intentando averiguar así el origen del misterioso ladrido.

Paseamos una y otra vez y nos daba la sensación de que el perro siempre dejaba de ladrar cuando rondábamos su presencia volviendo a hacerlo al retornar a casa. Después de unas largas pesquisas, concluimos que como pensábamos inicialmente, los ladridos venían del piso de enfrente. ¿Qué hacemos? ¿Volvemos a llamar? ¿Nos taladramos los tímpanos? Le dimos vueltas unos días y decidimos esperar a un momento en que estando los dos en casa, los ladridos fuesen tan altos que no pudiesen esconder al chucho. Llegado ese día, respiramos profundo y volvemos a llamar a la puerta. Nos abre el gordinflón del hijo:

– Hola, somos los vecinos de enfrente.

– Ya.

– Mira. Es que llamamos por lo del perro… Sabemos que tenéis un perro. -El chaval se nos queda mirando y no dice nada.

– ¡Mamá! ¡Ven! -Y se va dejándonos con solos en la puerta. 

Yo mientras tanto, miraba disimuladamente buscando algún rastro de un segundo cuadrúpedo peludo que pudiese habitar en el apartamento. No encontré pista alguna. Apareció entonces la vecina mirándonos con cierta desgana.

– Sí, decidme. -La situación es ya tan violenta que preferimos lanzarnos al río directamente.

– A ver. El perro. El puto perro. Sabemos que tenéis un perro y nos está amargando la vida. ¿Qué pasa con el puto perro? ¿Eh?

– No tenemos perro.

– Mira. Escuchamos a tu perro todo el día y sabemos que el ruido viene de aquí. ¿Ves las manchas rojas de la puerta? Pues eran de otro vecino cuyo perro me molestaba.

La vecina dio un pasito hacia delante y entornó la puerta tras de sí dejando un pie en el quicio para que no se cerrase. Bajando el tono hasta convertirlo casi en un susurro nos dijo:

– No es un perro. Es mi hijo que tiene síndrome de Tourette. ¿Sabéis lo que es?

– Sí, sí, claro -contestamos los dos al unísono intentando evaporarnos como si fuésemos el genio de la lámpara.

– Pues a ver si tenéis un poco de consideración y dejáis de molestar.

Como aquello de pasar de sólido a estado gaseoso para desmaterializarnos no estaba funcionando (seguro que CocaColo hubiese podido) hicimos el moonwalk retornando a nuestro hogar mientras simultáneamente nos disculpábamos con un sinfín de genuflexiones. Nada más cerrar la puerta el ladrido volvió con renovado e inusitado entusiasmo.

Para Pompón y para mi fueron los segundos más largos de nuestra vida. Años después el vecino dejó de ladrar. A nosotros nos costó superarlo y hacernos a la idea de que un síndrome así no se puede acallar tan fácilmente. Al vecino también le costó pero él al menos, contó con la con la ayuda de una protectora de animales que lo acogió en su seno.

A la izquierda a derecha: Pompón, yo y nuestra dignidad
De izquierda a derecha: Pompón, yo y nuestra dignidad

15 comentarios en «La Parte Chunga: Curtis en casa»

  1. Rises!

    De vecinos todos debemos tener unas cuantas. A mi señora la hicieron presidenta de la comunidad sin ser propietaria del piso, por unanimidad del resto de presentes en la reunión… El propietario era mi suegro y ellos debieron pensar que «se lleva en la sangre», lo de ser propietari@, supongo… vaya jugada!

    A los de arriba les tenemos mucho cariño porque justo nada más entrar a vivir dijeron que tenían cucarachas y que venían de nuestro piso … y era mentira… luego ella nos ponía la terraza perdida de azufre (¡¡¡¡!!!!!) que le echaba a las plantas (¡¡¡¿¿¿???!!!) y desaguaba directamente a nuestra barandilla, donde salpicaba que da gusto … menos mal que no le cayó a ningún viandante…

    Y él acostumbraba a tirar los envolotorios de sus pastillas por la ventana y el viento las depositaba en nuestra terraza… era un medicamento específico para transplantes y como sabíamos que a él le habían trasplantado «nosequé» pues ni sherlock holmes deduciendo quién era el culpable del puto blíster diario en la terraza… acabamos con su jueguecito recogiendo una docena de blísters y dejándolos tirados por los descansillos, escaleras, ascensor, entrada y pasillos del edificio… no se si fue él el primero en verlos y recogerlos o algún otro vecino, con lo que quedó en evidencia como guarrete, pero no volvió a caer un puto plástico en nuestra terraza.

    Ale, ya he contado mis miserias! Grande Manitobo!!!

    1. Buajajaja. No, si se miserias vecinales vamos todos servidos, Juanito. De hecho, por aliviar la extensión, me salté dos capítulos referidos a los vecinos de abajo y a los nuevos de arriba. Hay que irse a vivir al campo!

      Vaya grandes los tuyos de arriba. Ese rollo del azufre…No serán adoradores de Satán o algo asina?

  2. Espero que las negociaciones para llevar a la mediana pantalla (conforme escribía me he dado cuenta que ya no procede decir «pequeña pantalla» y me he deprimido) las aventuras de Ponpón y Curtis en formato sit-com estén ya bastante avanzadas. Le auguro un gran éxito.

  3. En el primer piso en que viví al marchar de casa (compartido, claro) coincidieron a la vez dos aprendiendo a tocar la guitarra y la típica flauta escolar. Tampoco llegó nadie a ponerse muy pesado, la verdad…

    Pero reconozco que el dia que oí una gaita me acojone. Solo la escuché aquella vez por suerte…

    1. La gaita en un piso no se puede tocar, que suena muy alto. Hay que ser desalmado. Lo de la flauta escolar lo hemos sufrido todos pero afortunadamente es algo transitorio.

  4. «Sí que puedo decir que la víctima fue un payo»
    JAJAJA, me ha hecho mucha gracia esto…

    Yo tenía unas reuniones de la comunidad muy divertidas en el piso de Madrid. Por una parte estaba el señor Soriano, un hombre de bien, de los que se visten por los pies. Y por la otra estaba Ahmed, el egipcio, que no pagaba la comunidad desde no sé cuándo y tenía un pufo de agárrate. Se odiaban. Un día llegaron a las manos y todo. Ay, cómo echo de menos esas reuniones!

    Aquí, en Glasgow, tengo un chalado en el piso de abajo. La primera semana después de mudarnos, vino a pedirnos por favor que no follásemos en el cuarto de baño porque, de hacerlo, él nos podría oír (por no sé qué carencias en el aislante de la casa, o algo así). No dábamos crédito, ni que decir tiene que nunca habíamos usado el baño para tales menesteres…
    De vez en cuando se pasa por casa a contarnos sus miserias, la última fue hace unos días, que nos pidió que nos mandásemos con mucho ojo con el resto de los vecinos y que él, por si acaso, graba todas las conversaciones que mantiene con todo el mundo.

    Nos andamos con pies de plomo con él, pero al final casi que hasta le hemos cogido cariño.

    1. Buajajajaja. Cómo se le dice a un vecino que no folle en el baño? Yo es que soy muy subliminal (o cobarde). Tendría que buscar una canción que se llamase Dont fuck in the bathroom o algo así y ponerla a todo trapo.

  5. De los que he sufrido en primera persona, el instrumento más irritante tocado por un principiante es el violín. Hay que ver lo bien que suena bien tocado y lo terrorífico que es en manos de un pringado, pura magia (negra). La trompeta no la he sufrido, pero me imagino que no debe andar muy lejos.

    1. Ahí está la gracia. Da igual que sea una zambomba a que sea el más noble de los instrumentos. Si está muy mal tocado vuelve loco a uno. Yo lo viví.

      1. No, no da igual. Para nada. Una guitarra, un piano o una flauta mal tocados son molestos, incluso muy molestos. Un violín está a otro nivel. Calculo que la trompeta le andará cerca, pero no lo he experimentado. El violín sí. Tengo un vecino aquí donde vivo ahora, que todos los veranos me ameniza las siestas con el puto violín. Debe ser una práctica exclusivamente veraniega y durante el resto del año no debe acercarse al puto chisme, porque cada año viene con el mismo nivel de incompetencia desde hace al menos una década. Sospecho que el nivel extra de molestia que lo convierte en una experiencia cualitativamente diferente es que no es un instrumento temperado y permite torturar con microtonalidades.

        1. El violín cuando se empieza a tocar es algo inhumano…no se cuanto tiempo lleva que empiece a sonar a instrumento y deje de sonar a gato torturado pero los instrumentos de viento son la puta rehostia también… y en muchos de ellos la afinación también depende del flujo de aire que sueltas con lo que, en manos de un principiante…

          Y tienen volumen. Vive dios que tienen MUCHO volumen.

  6. ME mudé hace año y medio, a los dos días ya vino mi vecina a pedirme por favor que bajase la música.
    Evidentemente ella tenía razón, YO ERA EL VECINO CABRÓN, estaba explorando los límites del vecindario. A día de hoy nos llevamos y controlo sus horarios de trabajo para explayarme a gusto.

    1. Bien apuntado ahí, Panoli. Todos somos el vecino cabrón en algún momento, esto es así. No quiero pensar lo que dirán de mí el resto de los vecinos que bastante tengo yo con aguantarlos a ellos.

  7. jajaja. quién no ha tenido vecinos «que se hacen notar»? yo ahora solo tengo unos vecinos a un lado y no les oigo casi nunca pero como todo el mundo, los he tenido muy «fresquitos». recuerdo una loca que vivía arriba, pasando el aspirador a las seis de la mañana y mirándome con cara de sorprendida cuándo le pregunté si le parecía normal hacer eso a esas horas… pero me temo que durante unos años yo fuí el vecino cabrón que aprendía a tocar un instrumento. a día de hoy, espero lo lleven mejor, aunque según parece, no oyen casi nada. eso sí, esta tarde voy a probar con strangers in the night.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *