Los 13 conciertos consecutivos en el recinto de Luna Park fueron el reflejo del exceso que rodeaba a Rodrigo. Aun así era una imagen más relajada de lo habitual: poco antes del intenso programa bonaerense «El Potro» actuaba en la ciudad de Azul; tras un show de media hora para 3.000 personas recorría cien kilómetros hasta Tandil, donde tenía otro concierto; finiquitado éste aún quedaba noche para una última actuación, en General Belgrano, a 230 kilómetros de distancia. Era lo normal. ¿Cómo si no ofreces los 48 recitales en nueve días de la gira por la costa atlántica argentina?
(ojo, venimos de aquí)
Entre medias quedaba un público entregado a esas actuaciones kamikazes, tras las que a menudo el cantante debía pedir disculpas bien por retrasos o por un mal sonido, tanto por las prisas como por la pobreza técnica de los recintos. En temporada baja su ritmo descendía a unos 25 conciertos semanales. ¿Cómo soportarlo? ¿Cómo aguantar sin inmutarte leer tu nombre en el casquillo de una bala? «Cerveza y suero», decía Rodrigo. Las frecuentes visitas a los baños protegidas de ojos curiosos por sus guardaespaldas parecían decir lo contrario. Su amistad con Diego Armando Maradona no contribuía a apaciguar la rumorología.
Al inicio de la gira de presentación de «A 2000» en Mar del Plata acudieron 100.000 personas. Otras tantas serían el saldo final de la maratón del Luna Park. Las ventas del álbum pronto alcanzarían el cuádruple platino y reportarían pingües beneficios a su sello, Magenta. No a Rodrigo, quien sólo recibía el 1% de las ventas. Más suerte tenía su hermano Flavio, compositor de sus hits como «Soy cordobés» o «La mano de Dios», el tributo a Maradona, quien al menos recibía pagos de royalties. La relación de Rodrigo con su sello era turbulenta. Su mánager había acordado la retransmisión de los conciertos bonaerenses con tres emisoras de radio y tres cadenas de televisión por cable, así como la grabación en vídeo para su posterior edición. Desde Magenta prohibieron la filmación según un contrato que el cantante denunció como falso. «Esa no es mi firma», aseguraba. Mientras, el mánager arreglaba el asunto para que fuese la discográfica quien grabase los recitales y los vendiese al mejor postor, una revista de famoseo. El cuarteto ya era «mainstream» y Rodrigo, su pura sangre, la pieza codiciada.
Sin embargo la valentía e intensidad del de Córdoba ya era plena temeridad por esas fechas. En paralelo a los bolos en Buenos Aires fue a Formosa para una actuación, desastrosa con mal sonido y cortes de luz. A modo de disculpa prometió volver al día siguiente. Lo hizo en avión privado. Cerca de destino el aparato empezó a vibrar y a sufrir sacudidas. De pronto cayó en picado, aunque remontó milagrosamente. Los equipajes se salían de los compartimentos y los pasajeros gritaban de pánico. Luego, pasados unos pocos minutos que se hicieron eternos, volvió la calma. Y Rodrigo a su asiento. Los pilotos le habían dejado el mando del avión a cambio de unas fotos. Ya en Formosa, cinco horas más tarde de lo previsto, actuó ante 20.000 personas entregadas a quienes los bomberos regaban con mangueras para evitar lipotimias. ¿La causa del retraso? «El Potro» pensó que, además de dos conciertos en un mismo día, no pasaba nada si grababa dos apariciones en sendos programas de televisión.
Ni siquiera en camerinos había lugar al relajo. No importaba cuándo, en los vestuarios antes o después de los conciertos podías encontrarte a jugadores de River o de Boca, actores de telenovelas, políticos en busca de una foto que asegurase votos, actrices de revista… «El Potro» se sentía poderoso siendo adulado por aquellos acostumbrados a ser adulados. Hacía esperar en la puerta a las hijas de empresarios y promotores hasta que llegasen sus padres a saludarlo personalmente. A veces les daba la espalda mientras éstos buscaban su mano para estrechársela. Quienes nunca tuvieron que esperar fueron Dalma y Giannina, las hijas de Diego Armando Maradona, fascinadas por el cantante y éste con su progenitor. Ellas subían al escenario a hacer los coros de «La mano de Dios» y «El Potro» acudía a fiestas privadas «del Diego» para cantarle. Los conciertos de Luna Park coincidieron con la estancia del astro del fútbol mundial en Cuba, para una cura de rehabilitación de sus adicciones. Hasta allí quería desplazarse Rodrigo para abrazar a «Maradó».
El eterno combate del siglo
El Luna Park era un recinto para todo tipo de espectáculos y quien tomaba la plaza lo hacía para triunfar, sí o sí. Como era un lugar donde tenían cabida los encuentros cumbre del boxeo argentino, Rodrigo optó por adecuar sus recitales a esa temática: sobre las tablas un ring, entrada anunciada a modo de campeón del cuarteto, títulos de canciones indicados con carteles por chicas en biquini, salida a escena con batín y guantes negros y dorados por un pasillo entre la multitud para, una vez sobre el escenario, quedarse en los preceptivos calzones y descargar repertorio durante dos horas. Cuando el show terminaba, cuando a «Soy cordobés» sucedía la última ovación, se hacía coronar simbólicamente como todo legendario campeón que ha defendido con éxito el título.
Y aunque lo quisiesen así, todo calculado al milímetro, en realidad lo que el espectador veía desde su localidad era producto de una caótica amalgama de improvisaciones sobre un raquítico guión. El único ensayo, el día previo a la maratón, no arrojó pistas de por dónde iban a ir los tiros. Ni siquiera los músicos estaban al tanto del repertorio definitivo, porque no había. Rodrigo apareció, cantó un par de temas y se fue llorando, emocionado por poder contar como respaldo con los músicos de La Leo, el conjunto más veterano de cuarteto, con más de medio siglo de historia. Fue ya en Luna Park cuando «El Potro» les dijo los títulos de las tres primeras canciones. ¿Y después? «Después vemos», comentó. Y así fue, la orquesta tocaba en tensión, pero lo que le llegaba al público era un huracán de fuerza interpretativa. Los músicos apuraban las notas atentos a Rodrigo, el cual anunciaba el tema que le venía en mente en las pausas o se los gritaba de dos en dos justo antes de acabar el que estaban tocando.
Hasta el ritual previo a las actuaciones invitaba a la incertidumbre. En el camerino sonaban de fondo los éxitos de «La Mona» Jiménez, a modo de exorcismo. En una esquina se sentaba la novia de Rodrigo y en otra, evitando mirarse, su ex, Patricia, con el pequeño Ramiro. A la tensión que se generaba era completamente ajeno Rodrigo. También su madre, Beatriz, que llegaba cada noche en limusina a Luna Park. El cantante apuraba los minutos junto a su hermano Flavio, el cual le daba un último trago de cerveza ya que con los guantes de boxeo Rodrigo no podía manejar objetos. Sí persignarse, último gesto antes de saltar al vacío, de abrir la puerta, de lanzarse a por todo. Dos horas de sudor y energía desbocada, era «El Potro», sin parar de saltar, de multiplicarse en toda la extensión del escenario, recorrido sin renunciar nunca a los pasos de baile propios del cuarteto. Y emoción, siempre, como cuando sacaban a Ramiro a que lo viera el público, como cuando Rodrigo acababa abrazado a sus músicos, bañado en sudor y lágrimas.
Gardel te espera
A 140 kilómetros por hora. Podían haber sido más de 200, para añadirle morbo, pero no. Bastante rápido igualmente. Era la madrugada del 24 de junio de 2000. Concierto en La Plata, regreso a Buenos Aires, víspera de concierto en Lanús. El mismo Rodrigo iba al volante de su todoterreno Ford Explorer, con el cinturón de seguridad desabrochado, acompañado de su ex mujer y su hijo, y otras tres personas. ¿Para qué descansar? Así siempre, su vida, deprisa. A punto de llegar al peaje de la autopista se les cruzó una Chevrolet Blazer de cristales tintados. Frenazo brusco, cruce de insultos y la Blazer se alejó a toda velocidad. Rodrigo se envalentonó y entró al trapo. Pisaba el acelerador a la busca y captura del provocador. Ni rastro. Pero «El Potro» no aflojaba. A 140 kilómetros por hora, a la altura de Berazategui, perdió el control, golpeó el quitamiedos y pegó un giro brusco con tal mala suerte que se abrió la puerta del conductor y salió despedido. Traumatismo craneoencefálico, muerte instantánea. Uno de sus acompañantes también fallecía. El resto resultaron heridos leves, entre ellos su hijo de cuatro años de edad.
Tras la tragedia vino el duelo nacional, con mensaje oficial de la presidencia del país incluido. Un dolor inmenso. «Tengo que estar con él», decía Maradona. «Siento un doble dolor, por toda la polémica que inventaron entre nosotros», aseguraba «La Mona» Jiménez. «Lo han hecho vivir una vida que lo superaba», comentaba el periodista Jorge Rial. También afloraban las sospechas. «Fue la mafia de la bailanta», aseguraban sus fans en referencia a los oscuros intereses que mueven la noche bonaerense. «Habrá que ver si lo de la camioneta blanca fue a propósito», decía su madre en la televisión. «Esto no ha sido el típico accidente de tráfico», declaraba a los medios su abogado en el funeral. «Es muy sospechoso. Salió de la nada, frenó y tuvimos que esquivarlo», comentaba su ex mujer, Patricia. Según fuentes judiciales ya habían detenido al conductor de la Chevy Blazer, acusado de «homicidio culposo con lesiones».
La magia de las casualidades quiso que muriese el mismo día -65 años después- que Gardel. Tan deprisa como vivió. Fue aquella noche pero pudo ser una de tantas desde que conquistó Buenos Aires con apenas 25 años. Dejó de estudiar a los 13 y a los 15 grabó su primer disco, con un objetivo entre ceja y ceja: ser lo que veía en esas revistas de papel cuché que devoraba con una pasión lectora contagiada por su abuelo. No eran los clásicos de la literatura, eran sus sueños. Su madre regentaba un quiosco, sí, pero su padre trabajaba para CBS. Todo fue empezar. Todo fue dolor. Precisamente su padre sufrió un infarto antes de una de sus actuaciones y Rodrigo lo vio agonizar en sus brazos. Después saltó al escenario como exigía su autoimpuesta disciplina profesional. Había jornadas de ocho conciertos: 20 minutos de cante, bastantes más de asedio de los fans y salir disparado a la siguiente cita. Hubo una noche que actuó en Corrientes, Salta, Santiago del Estero y Tucumán… es decir: cuatro provincias diferentes en una noche. Quizás por eso se acostaba siempre a las ocho de la mañana. Quizás por eso se levantaba a las cinco de la tarde, para afrontar el siguiente embate. Quizás por eso prefería conducir él su coche, pues nadie más sabía la prisa que tenía por quemar el día siguiente de su vida.
O a lo mejor sí había alguien que sabía qué era eso. Un tal Alfredo Pesquera, que conducía y vivía una vida muy diferente, pero al mismo ritmo vertiginoso. La mala suerte les hizo cruzarse. Tras ser detenido toda cábala se hizo posible. Finalmente se impuso la razón. La policía entregó un informe en que achacaba a Rodrigo todas las imprudencias cometidas al volante, añadiendo que su ritmo de vida, la adrenalina mal liberada, fue la que le impulsó a una persecución surrealista. A Pesquera el juez le perdonó. El pueblo nunca.
Los Mamones (sic) me salvaron la vida.
Si esto lo ponen en una serie no se lo cree ni el tato. La realidad siempre nos adelanta por la derecha…
ya le digo. el proceso de documentación para ésto fue puro vicio del asombro que producía cada nueva aventura del protagonista. éste caballero se aparece en el hotel donde los led zeppelin están violentando la carpa roja y los pone a bailar!
Lo de sacar a las crías de “Maradó” al escenario es bochornoso. Ahora bien, tremendo temazo que le dedicó al gordo.
curiosamente los cumbiazos son abono perfectísimo para los cánticos de las barras bravas. véase el caso del «no me arrepiento de este amor», que por estos lares se asocia a attaque 77 pero que en realidad es un original de gilda. y éste tributo a d10s pues anima a arrasar paravalanchas y lo que se ponga por delante!