Siniestro Total (y III): la vergüenza de una madre

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Tres estacazos y vía. Siniestro Total despachan otro tema y afrontan la recta final del concierto. Entre el público se hace oír una voz. Un fan enfurecido. Grita, mucho. Está en las primeras filas. «¡Tocad de las viejas!». Lo oímos todos a pesar de los aplausos, jaleos y silbidos habituales. «¡TOCAD DE LAS VIEJAS!», insiste. La banda hace caso omiso. Nadie dice nada. No hace falta. El indignado no ha podido escoger peor momento. Siniestro Total acaba de descargar «Matar jipis en las Cíes». Retratado. «La incultura es lo peor que hay», suele decir mi amigo Lalo.

(ojo, venimos de aquí)

Lo mágico hubiese sido que aquel bolo coincidiese con el Día -la noche- Mundial del Disfraz de Gorila, pero no. Si la memoria no me falla el «engorilamiento» fue en la sala Luz de Gas de Barcelona, allá por 2017. Mi señora lo ubica en la Bikini, algunos años antes. Fuera como fuese, me pilló con los treintaylargos cumplidos. Casi los mismos que ya gastaba «Matar jipis en las Cíes». Está presente en el primer elepé del grupo, ese «¿Cuándo se come aquí?» que vio la luz en noviembre de 1982. También la incluyeron en el epé de debut, que DRO sacó en junio de ese mismo año. Por si fuera poco, unos tales Mari Cruz Soriano y Los Que Afinan Su Piano decidieron grabarla en su maqueta de presentación en sociedad, datada en el verano de 1981. Desconozco, eso sí, cuándo la compusieron al alimón Julián Hernández, Miguel Costas y Alberto Torrado. Una bruma entorpece la labor arqueológica. Otra bruma, del tipo de las que por aquella época maravillaban a John Carpenter, estaba por cubrir el puerto de Vigo. Lo demás es de sobras conocido: un Renault 12, una noche de juerga truncada, el accidente más famoso de La Historia de la Música Pop Olívica. ¿El chaval quería «de las viejas»? Más viejas no hay.

Como han podido comprobar la vergüenza ajena está muy presente en la trayectoria de Siniestro Total. Yo no soy inmune a ello. Es precisamente el bochorno que le hice pasar a mi madre el que me permite explicar cómo viví el, para muchos, momento de mayor esplendor de la banda: los 80, la etapa DRO. Aunque habláramos en la anterior entrega de que el disco favorito de la afición es de 1997 (*), dicho álbum –«Sesión vermú»– no es una revelación, sino una consecuencia. El núcleo duro de fans de Siniestro Total los «banca» desde la década fantabulosa. Sí, esa que usted recuerda como una explosión de alegría y colorines y su vecino como un cocktail de terrorismo, heroína y paro. Esto es así. En mi caso fue una pasión desmedida, infantil, pues los descubrí con siete añitos -poco después me dio por Bon Jovi, pero más de tranqui, ya les contaré-. Y eso, tan tierna edad para tan desbocado amor tuvo consecuencias. Muy a pesar de quien me trajo al mundo.

Me recuerdo, por ejemplo, tumbado en el sofá de la habitación de mi hermana. La carpeta de «El regreso» en mis manos y en mi cabeza muchas dudas. Mi madre, cariñosamente conocida como Auribel, está ante mí. Supongo que me acaba de echar una bronca por no hacer nada o por sí hacer algo, mal concretamente. Soy un preadolescente imbécil, es lo que hay. Cuando las aguas vuelven a su cauce, manifiesto mi ansia de conocimiento. «Mamá, ¿qué es eyacular?», es la preguntita. Mi madre no enmudece porque está callada, pero el rictus es evidente. Entonces balbucea. Entre amagos de frase distingo algo así: «eeeeh… pues… el hombre… es un líquido… es cuando el hombre… es un líquido que sale del… del pene…». En cuanto considera que no hay nada más que añadir, se marcha con un sofoco encima con el que lidiará todo el día. Yo no sólo estoy insatisfecho con la explicación, sino además deseando desaparecer de inmediato de la faz del planeta.

Para colmo «El regreso» no me gustaba, no merecía el mal rato que me hizo pasar. Llegó vía Discoplay, mítico boletín de venta por correo de la época. Me abrumaba la interminable sucesión de temas, el sonido cacharrero y tantas letras rebasando mi linde de aceptación del ripio y la vulgaridad misma. El barniz chistoso, tanto vocal como instrumental, escapaba a mi comprensión, ya que desconocía lo intencional y suicida de la jugada. Aún hoy sigo solidarizándome con Germán Coppini, obligado a ensayar «La caca de colores» -por cierto, la solución es comer gelatina-. Sí tuve desde el primer día un enganchón a la dupla de «Los malos al infierno» y «Bajo el volcán», ésta última crema pastelera. En la actualidad observo este disco bajo otro prisma: es divertidísimo. Yo asociaba «Luna sobre Marín» -localizable entonces sólo en el «Grandes éxitos»- a «ferralla» musicada y, 25 años después, he llegado a cantársela a modo de nana a mi hija. Mi cambio de parecer coincidió con una generación de punkitos lowfi que, en los primeros dosmiles, reivindicó «El regreso» con status de culto. Yo pasé de dogmatismos pero para esa chavalada, ligada también al garage retumbón, el gusto por ese largo contrastaba con cómo sudaban de «¿Cuándo se come aquí?», un tótem punk ibérico incuestionable por décadas.

En el mismo envío de Discoplay me llegó ese primer trabajo de Siniestro Total, en cassette. ¿Qué impresión me causó? Yo había entrado a militar de infante en la etapa gamberra del grupo y la regresión a la fase anal punk, sin saber qué era el punk y lo de las fases ya tal, se me hizo algo cuesta arriba. Vaya por delante que punkarradas de manual como «Cobrador loco» o «Aunque esté en el frenopático» me hacían quemar cinta a gusto. El problema era que para llegar a escuchar la imbatible «¡Ayatollah!» antes tenía que pasar por «Nocilla, qué merendilla» o «Juegas al palé», muestras de una lírica con la que no comulgaba. Coherente no era pues el «Bestialismo preescolar» de «De hoy no pasa» ya me molaba mil y tampoco era un ejemplo gongorino. Creo que la clave está en el sonido: el monolitismo de tempo acelerado llegaba un punto que me aburría. También la estética, pues los Siniestro Total gamberros, con su «outfit» de camarerito que mea en las sopas, me inspiraban más buen rollo que las chupas de cuero y los dinosaurios de goma. Era mi zona de confort: siempre fui más de la llamada salvaje del John Belushi de «Desmadre a la americana», desde tierna edad, que de palparle la yugular hinchada a un Coppini gritando «¡Exterminiooooo!».

Ese Coppini que redundaba en el chiste verde -tonalidad esputo- tenía muchos devotos entre mis primeros aliados en el fanfatalismo por Siniestro Total. Como el Tutan, quien también se pirraba por los Twisted Sister y por merendar caviar, pero esa es otra historia. Un día apareció en el colegio con un magnetófono y en cuanto salimos al patio puso a sonar el «¿Cuándo se come aquí?» a toda tralla. Aquello distorsionaba que daba gusto. Un espanto al que ni yo ni los demás compañeros de clase hicimos caso pasados cinco minutos, pero que empezaba a llamar la atención de chicos de cursos superiores, de los que no gastaban ya pantalón corto. Se acercaron e hicieron corrillo, porque tamaña cacofonía les divertía sobremanera. Alguno incluso canturreaba sobre la irreconocible «Todos los ahorcados» que emitía aquel aparato infernal. ¿Quería el Tutan epatar? ¿Le salió mal la jugada? Ni idea. A día de hoy ese recuerdo convive con una apreciación muy diferente del «¿Cuándo se come aquí?». Todo lo que hay más allá del limitado lenguaje musical tiene parte de culpa, sí, como valor añadido. También aprender a redescubrirlo por los tímpanos. Es un gustazo recrearse en la maravillosa progresión coral de «Mártires de Uganda», por ejemplo, y me guardaré el secreto de porqué tengo en casa una copia del «My love» de Petula Clark.

Las reacciones en un patio de colegio no tienen nunca nada que ver con las de la calle. El mundo adulto no estaba preparado para mi devoción «full time» por la banda. Acompañaba a mi madre al mercado del barrio coruñés de Elviña, en aquellos días extrarradio populoso y popular, y durante el trayecto cantaba de pé a pá «Bailaré sobre tu tumba». El disco. En bucle. Ella lo soportaba estóicamente. Ya era obediente, ya era aplicado, ¿qué más daba estar tarado? Yo era un niño haciendo cosas de niños. El problema era cuando se alineaban los astros, esto es detenerse en un semáforo o en un puesto del mercado y que mi «rockola» mental diese paso a la peor canción posible. De repente, un chaval sin pelos en las piernas y voz de pito saludaba a modo de postal musical: «¿Qué tal, homosexual?». Eran los 80 y el orgullo y la apertura de armarios eran tabú. Aunque al momento me respondiese a mí mismo -«Pues hombre, ¡no me va mal!»- les traía sin cuidado. Miradas. A mi madre, a mí, a la nada. Ninguna risa, silencio incómodo. El niño. «¡Ay, el niño!». Pobre Auribel. Yo iba fuerte, muy fuerte. Igual simplemente pensaban que me gustaban esos chistes de Arévalo que no son de gangosos. Igual debería llamarla, confesar que siempre admiré su resiliencia. Nunca hubo ningún «¡cállate!» ni toque de atención en público respecto a lo que nos ocupa.

La culpa de todo la tiene mi hermana, Áure para familia y amigos. A finales de 1985 -o al inicio de 1986- me regaló un cassette piratón. Tenía siete años. Acabábamos de mudarnos desde Madrid. Nos asimilamos a marchas forzadas al nuevo entorno, «neno». La cinta me voló la cabeza. En casa había gusto por la música, pero imperaba el sonido del folk ibérico a la manera de Joaquín Díaz. Mamamos a Nuevo Mester de Juglaría y a Nuestro Pequeño Mundo a dolor. Los sigo respetando. Mi única desviación al pop había sido un par de años antes. Pasé una temporadita cantando y bailando el «Mamma María» de Ricchi e Poveri. Esta vez sería diferente: la huracanada que da inicio a «Vámonos al Kwai» cambió mi vida para siempre. Desde ese instante lo tuve claro: rock and roll. Sí, «Bailaré sobre tu tumba», cuarto álbum del combo, recién salido del horno un par de meses antes. A mi edad no sabía que aquel era un disco, digamos, raro. Me ventiló las meninges con esas guitarras a ráfagas ramonianas, la batería a piñón fijo y, sobre todo, la «master class» de órgano dándole el aire diferencial al disco. El riff de teclado de «Bailaré sobre tu tumba» transforma un remedo de «La bamba» en Historia Del Pop Español Para Nativos Y Extranjeros. Esto es así. Y le da un relieve a «Kalahari» que sin él acabaría relegada a descarte o relleno de single.

Para mí todo eran canciones nuevas. No hacía distingos entre caras A o B de los discos, me limitaba a darle la vuelta a aquella cassette de 90 minutos. Me daba igual sonido de estudio o directo, no entendía de rarezas o refritos o escasez de repertorio. «Sexo chungo» con su crescendo en vivo, tofante, es infinitamente superior a la versión original del single con Coppini. Eso sí, el tiempo y la revelación de las circunstancias de aquellas grabaciones lo ponen todo en su lugar: la cara A del «Bailaré sobre tu tumba» es insuperable; la cara B es simpática, poco más. Sentimientos aparte: es una chapuza de disco. Da que pensar el hecho de que el año anterior Gabinete Caligari publicasen «Cuatro rosas», un plástico de sólo seis canciones, un minielepé. Contra todos los prejuicios y pronósticos vendió como rosquillas y regaló su primer disco de oro oficial al trío madrileño y a los sellos DRO y Tres Cipreses. ¿Por qué no optaron por esa opción Siniestro Total? Ni idea. Pese a todo «Bailaré sobre tu tumba» también vendió estupendamente. Lo suficiente como para asentar lo logrado con el trabajo anterior, ese «Menos mal que nos queda Portugal» con el que mi corazón aún palpita como una patata frita.

Publicado en 1984, hoy es mi favorito de todos los tiempos, superando el «hype» temporal de «Bailaré sobre tu tumba». Es la menos asalvajada de todas las producciones de DRO. Finiquitan el punk y transitan al pop de dimensión rockerita. Se tamizan (c)rudezas y dejan todo listo para abrazar el gamberrismo festivo que explotará con el fichaje de Soto al año siguiente. No es contención sino darse el gusto en el estudio, con un Paco Trinidad menos experimental y más centrado en dar el salto de calidad. Graban un álbum, no una ristra de temas. De ahí el reparto intencionado de autorías o que a una broma de caraja como «Miña terra galega» se la sonorice como alta costura. El manual dicta melodías y estribillos, darles vueltas y madurarlos en la pátina pop que hace indelebes «Assumpta», «Te quiero» o el 18 de agosto en los cerebritos de los fieles. Éste su tercer álbum es el que les hace trascender de las «movidas» -viguesa o madrileña- a la dimensión estatal. Se sacuden el enfoque de chupa de cuero y lapo que facilitó el pelotazo con «¿Cuándo se come aquí?», el mismo que casi les puso en solfa con la marcha de Coppini; bola de partido que salvaron contra todo pronóstico con «El regreso». A mediados de los 80 no tenía ni puta idea de todo esto, yo sólo le daba la vuelta al cassette y seguía extasiado.

Esa cinta no salió en años de la pletina de mi hermana. Mi obsesión infantil alimentaba incluso desvaríos oníricos. Soñaba que Siniestro Total éramos yo y mis compañeros de clase. Actuábamos en el campo de fútbol de los Jesuitas de A Coruña, así que lo siento Prince, allá donde estés, yo colgué ahí el «sold out» antes que tú. Sí, los días de colegio están muy ligados a mi aventura de fan de los vigueses. Amigos cómplices aparte, ver la letra de «¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?» reproducida en un libro de texto fue una sorpresa indescriptible. No recuerdo asignatura ni finalidad -¿religiosa, filosófica?-, pero revelaba una sensibilidad en contraste con la constante de mordacidad desbocada del repertorio. Lo uno no desmerecía lo otro. A ese patio también asocio tristeza, como la tarde en que mi copia del «Menos mal que nos queda Portugal» -regalo de cumple de Áure, ¡cómo no!- acabó tirada en el suelo bajo la lluvia. Las esquinas melladas del elepé me retrotraen aún hoy a una absurda escalada de bromas pesadas entre niñatos. La vida se aceleraba. La Nochevieja de 1987, por ejemplo, descubrí mi heterosexualidad gracias a la aparición de Sabrina Salerno en TVE. Un mes antes, en la misma cadena, Miguel Ríos invitaba a Siniestro Total a «¡Qué noche la de aquel año!», su exitoso programa musical.

A plano abierto parecían pintones, a lo «Reservoir dogs». De cerca se adivinaban corbatas flojas, camisas medio por fuera y rostros y peinados afectados de siesta reciente. Por ahí no estaba Jorge Martínez para recomendarme qué hacer si no me gustaban sus caretos. Me pegué al televisor lo más que pude. En la performance de «¡Ayatollah!», tema por entonces desconocido para mí, lo de menos fue escuchar «pirola» en horario de máxima audiencia. Yo tenía nueve años. Si con Sabrina me sentí el mamoncete atrapado por la estanquera de «Amarcord», con Siniestro Total fui un pacato Bill Grundy en manos de los Sex Pistols. En menos de un minuto fui noqueado. Cuando se abrió el primer plano del rostro picado de Miguel Costas descubrí a un extraño personaje, un merodeador alto y desgarbado, un demente con el rostro cubierto por un casco de hockey -en A Coruña reconocemos esos cascos porque «los campeones del hockey visten de verde y blanco»-. Sí, Julián Hernández, sus andares y su máscara a modo de Jason de Hacendado -spoiler: de «Viernes 13» la buena es en la que (casi) no sale- me dejaron tan alucinado como para preguntarle a mi hermana el porqué de ese atrezzo. Su respuesta: «Es que les tiran botellas».

Antes había recibido de ella otra cinta grabada con «De hoy no pasa». La última producción con Paco Trinidad al mando es la más redonda de la etapa DRO. Los Golfos Apandadores, nadie esperaba ya a Los Dalton, ofrecen su primer disco grande de verdad en casi tres años. Incorporan sonoridades nuevas -country, folk- y tempos más sosegados, pero el barniz de rock and roll es el que da el acabado final y consigue que nada desentone con el desmadre marca de la casa. Hay ritmos «prestados» por Gary Glitter, costumbrismo vía Kinks con guiño a las rías gallegas y un protagonismo de la sección de vientos que te pone disfrutón y que, por ejemplo, lo es todo en «Nihilismo». Lo anterior atañe a las letras también, así que igual el famoso suceso de la carpeta «perdida» en las alcantarillas de Madrid no fue para tanto. A esas alturas, para la banda ya era habitual colar singles en radiofórmulas para gozo del fan. Las listas de éxitos -reales o bajo mano- eran un buen medidor de la salud de un grupo. Oir «Diga qué le debo» en Los 40 Principales era un ejercicio de autoafirmación de que Siniestro Total molaban. Y vaya enganchada de tema: la letra tabernaria, el riff de guitarra y teclado -éste último demasiado empastado en la mezcla- sostenido por la caja de ritmos. Una lástima el maltrato en los remasters de 2002 (**).

Si algo llamaba la atención en el disco era la seriedad con la que enfrentaban los exotismos pangalaicos. La «Balada de Cachamuíña y María Pita» no sólo quería ser una muestra de instrumentación cuidada. La letra tenía un propósito. Condenado al fracaso. Hermanar Vigo y A Coruña fue, es y será imposible. La segunda mitad de los 80 eran tiempos de marejada constante con políticos de la talla de Leri, Soto o Paco Vázquez, medios recalcitrantes y chavaladas indómitas ligadas a futbolerías. Aquí sería aplicable más la apoteosis lírica y sonora de «Que les corten los huevos». Lo que une la Autopista del Atlántico, lo separa un abismo mental. Afecta incluso al lenguaje. Las «jichas» por las que suspiraba Siniestro Total, en A Coruña nunca serían objeto de deseo. El «chorbito» de los «turcos» equivale a un «jichiño» para los «portus»; pero en «LaCoru, neno» un «jicho» es alguien chungo, mala hierba. Como los que nos dieron el palo aquella tarde al Rata, al Xabi y a mí. Era muy fácil amedrentarnos con aquella tabla rematada por un clavo de diez centímetros en su extremo. Se llevaron tres relojes del feirón y la cadena de oro del Rata. Que se joda, por no haberme devuelto nunca el cassette que le presté. «Me gusta como andas», el mejor regalo de mi décimo cumpleaños, allá por 1988. «¡Santos morcegos, Batman!». 🙁

La primera escucha fue todavía con las velas humeantes en la tarta. Tenía tanta prisa y ganas de disfrutarlo a solas que pasé de la cadena musical, me encerré con un magnetófono en mi cuarto y vía. No se si era el «hype» pero «Fuimos un grupo vigués» me pareció la mejor canción del grupo hasta la fecha. Rock and roll y estribillo, punto. Obviamente relajé las tetas, pero aún hoy está en mi top de temas fetén. Sin embargo, conforme daba vueltas la cinta, notaba que aquello sonaba diferente. Ahora ya sabemos del vuelco rhythm and blues que le pegaron al cancionero, pero entonces quedabas un poco descolocado. De lo golfo a lo canalla en las letras, de la melodía a la dictadura del ritmo en la música. Al no encontrarle el punto a «Vil Guerra Civil» me aferraba a «Cuando ruge la marabunta» porque me apabullaba, pese a que Siniestro Total ya no eran así, al menos en las intenciones de esa producción más limpia, casi desnuda. Seguían siendo Siniestro Total, «brutícia» irreverente, pero este disco necesitaba más escuchas de las habituales para constatarlo. Siendo un tema menor, por no decir una rémora, a mí siempre me encantó «Dame tu corazón», porque Miguel Costas imparte ahí una lección magistral sobre lo vital que es un coro de «nananás» bien puesto. Y hasta Wilko Johnson tendría que responder a eso: «¡amén!».

¿Es atrevido afirmar que es su disco más flojo? Para mi gusto los hay con peor repertorio o sonido. Me costó más entrarle a esos primeros álbumes, por ejemplo, pasados por la túrmix de grelos y punk pathetique. Es otro contexto, pero se nota que el -de nuevo- trío está en transición: Julián deserta de la batería, graban con Torrado de prestado, músicos de sesión y nuevo productor -Eugenio Muñoz-. Mi rechazo inicial a «Me gusta como andas» no fue por la nueva dirección musical, sino por violentarme. Tenía diez años, a esa edad «Lincha al casero» -de conocerla- me daría tanta risa como hoy, pero «Cuánta puta y yo qué viejo» me producía el agobio de quien ve u oye lo que ni debe ni quiere ver u oir. La batería tribal y la voz reverberada de Julián, desaforado, relamiéndose. La letra carece de acidez, no es nada amable. No es vicio, es sordidez, es un «queremos follarte muy fuerte». Y fue single, iban en serio. En el artículo «secreter» sobre Los Enemigos, al referir su relación con Siniestro Total, citaba una entrevista con Julián en la que declaraba que ambos grupos se habían prometido una fiesta «con putas y alcohol» si lograban un disco de oro. Mi madre me agarró por banda, señaló el titular y me preguntó: «¿Y esta es la música que te gusta?». Ya ven, al quite para el bochorno, siempre.

Doble página sacacuartos en el Discoplay

A la contundencia verbal me acostumbré pronto. Yo no era mojigato, era impresionable. Ya había manoseado a escondidas algún cómix paterno de Milo Manara. El lado oscuro o el peligro son parte del efectismo rock. Sin internet lo icónico, la leyenda, se magnificaban sobre el hecho. Ver a Jacko y sus zombies en «Thriller» o a Freddie Krueger bailar con los Dinarama me clavaba al sofá. Miedo y fascinación. Además siempre fui torpón a la hora de solventar situaciones donde el zumo de naranja -¡ehem!- tuviese usos propicios al ridículo. Ni juzgo conductas ni actitud machirula -el tema de marras es «fav» de mi señora, añado-, sería absurdo. Siniestro Total eran los garrulos adorables de siempre, sólo que expresándose con más vehemencia. El trío ahora era una especie de bicefalia trina, con Soto arrimando el hombro, y en breve añadiría la mejor sección rítmica que jamás tuvo la banda: Ángel González y Segundo Grandío. Las corbatas y camisas pronto darían paso a las míticas bombers naranjas. Sobre el escenario también tendríamos que acostumbrarnos a una mayor visibilidad de Julián, su voz, sus gafas, su peinado o ausencia del mismo. Y sumaba, no restaba, pese a la familiaridad que nos suponían la voz y la presencia de Costas al frente.

Por su parte, Auribel dijo basta. En casa siempre se respetaron la música y el gusto ajenos. Sólo hubo un disco prohibido mientras convivimos. La escucha accidental de un «¡me cago en Dios!» en el primer directo de La Polla Records casi le provocó un jamacuco. Y obró en consecuencia. Increiblemente Siniestro Total había pasado todos los filtros, hasta que de la mofa y befa auditiva pasaron al hardcore visual. En 1990 el single «Camino de la cama» sonaba a «tutti pleni» y el nuevo álbum, «En beneficio de todos» -reseñado en la entrega anterior- pronto cayó en mis manos. Era un adolescente en la fase limítrofe de pelos en los huevos sí o no, entendederas sí o no. Un día ella me pidió el disco y abrió la carpeta. «¿Qué pone aquí?», preguntó señalando la conocida foto de la camiseta. «En beneficio de todos entren y salg…», leí. Quedó extrañada, ¿esperaba otra cosa? Me lo temía pero a lo mejor, sólo a lo mejor… Nada. «¡Espera! ¡Lee lo que está en negro!», dijo resuelta. «En benefi…». «¡Lo-que-es-tá-en-ne-gro!», insistió. Había un límite para hacerse el tonto. Obedecí. «El pene de todos entre y sal…», me detuve. Añadí habilmente: «¡Oh, qué vergüenza!». Asintió satisfecha. Me estaba salvando de la perdición. Por suerte, parecí sincero en mi inocencia. Ambos pasamos el trago, pero yo me quedé sin la camiseta que anhelaba 🙁

A cambio me regalaron una de «Ante todo: mucha calma», ¡de las anteriores al directo! La lucí por el colegio como si de un certificado de vieja guardia de Siniestro Total se tratase, «tó flama». Además mi grupo favorito era guay y la gente empezaba a pedirme prestado sus discos, sobre todo «En beneficio de todos». Y la cosa iría a más. La intrahistoria de la frase es hoy de sobras conocida, con Torrado encarándose a un cámara en un plató y todo lo que vino después, pero entonces era algo enigmático. Habían pasado cinco años desde aquella primera llamada a la calma. También cumplía un lustro mi incondicional amor por Siniestro Total. «Las mujeres y los músicos primero y los niños al final con una piedra al cuello», cantaban en ese doble homenaje a los hermanos Young y a sí mismos. Y yo no tenía miedo. A mis 12 años ya no era un niño, ¿verdad? ¡Glubs! Daba igual, a mí me significaban mucho más. También los cuatro singles extraídos del álbum parecían transmitir algo: por lo pronto éxito masivo y la entrada en los 90 por la puerta grande. De todo eso, de la inmortalidad en términos pop y la guerra fraticida que se avecinaba, ya hablamos en el capítulo anterior. Por mi parte el relato acaba aquí -o casi, ver notas al pie-. Ya lo siento coraSones pero, como apuntábamos al principio de este artículo, ¡más viejas no hay! 😉

(n. del a.: este artículo fue redactado antes de que la banda hiciese público ÉSTO)

(*) véase «Siniestro Total: la voluntad de la República Popular», apéndice de próxima aparición donde publicaremos los resultados de las olvidadas votaciones de 2011.

(**) en el apéndice «Siniestro Total: la voluntad de la República Popular» plasmaremos las reivindicaciones de la Plataforma De Damnificados Por Los Remasters de Siniestro Total.

7 comentarios en «Siniestro Total (y III): la vergüenza de una madre»

  1. Solo contaré una cosa sobre «Me gusta como andas» (uno de mis favoritos de Siniestro, no se puede tener sólo uno…). Todavía éramos adolescentes de instituto y estábamos en la habitación del Pirata con el disco a un volumen poco compatible con tener vecinos.

    En eso entró la madre del Pirata, justamente airada, gritándole que bajara esa mierda de música, que hay que ver, que vergüenza, vaya música escucháis… a lo que él contestó «¿Pero que tiene de malo está música? eh?…a ver? que?»

    …y, en el breve intervalo de silencio retumbó LA FRASE. A todo volumen.

    – ZUMO DE NARANJA EN LAS TETAS DE LA NEGRA –

    – Ya la bajo, ya… la bajo, mamá, la bajo…ya la bajo…

  2. mi artículo favorito de la saga. Maravillosas evocaciones juveniles compartidas, aunque las mias fueran con trece años y no con siete.
    Muy identificado con lo de el estribillo autorespondido en alto…qué tal homosexual? pues hombre no me va mal…es que es de manual de tarado. Te preguntas en alto, te respondes sosegadamente y luego con la bipolaridad te vas viniendo arriba…ES EL ANIVERSARIO DE GUADALCANAL o en su defecto ESTÁn en HUELGA LOS OBREROS del METAL¡ y hemos ganado el partido, rematado todo con un como ves no me va mal, acompañado de violentos movimientos de cabeza arriba abajo..pam,pam,pam,pam,pam,pam,pam,pam,pam,pam,pampam… Brutales también esos momentos de padres abriendo la puerta de la habitación en el peor momento, cuando uno quería reivindicarse como un ser inteligente de gustos rebeldes y acababa sonando un zumo de naranja en las tetas de la negra( qué grande la anécdota del pirata..)

    En realidad , el quiénes somos , de dónde venimos y el a dónde vamos no tenían respuesta en los libros de texto, sino en discos posteriores en los que se marcaba un mapa de la lista de los bares en los que uno pasaría media juventud rodeado de variopintos personajes a la hora del desayuno. ¿ a dónde vamos si se acaba el vino? pues al Kwai, al berberecho, al palentino y a lo hecho pecho

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