Supercontagiadores: Coco

coco01

«¡Aunque hubieses aprobado irías a clase en verano, porque este curso tú no has aprendido matemáticas!». Así se las gastaba mi madre a la hora de apuntarme a toda clase de actividad extraescolar. Además de rendir tributo obligado a Pitágoras, hubo ocasión durante mi tránsito de infante a adolescente para gastar mis dedos en una academia de mecanografía, un par de temporadillas de baloncesto, un lustro de natación hasta alcanzar nivel de competición, tres veranos en Irlanda para practicar -o no- inglés y cuatro años de francés, en dos de los cuales coincidí con Coco.

No sé quién le entró a quién, pero en un par de días ya estábamos de palique antes de entrar en clase. A la salida, al principio, yo cogía un bus en la calle paralela a la academia, en pleno centro urbano, hasta mi barrio en la periferia coruñesa. Pronto acabé haciendo el trayecto a pie, alargando así la oportunidad de conversar con Coco. La charla terminaba en cuanto llegábamos a su casa, prosiguiendo yo luego el camino a la mía asimilando todo el fluir de ideas, casi siempre orbitantes en torno a la música y sus circunstancias.

Me pilló en el momento justo: yo era un adolescente granujiento rockerito «wannabe». Tenía mucha hambre de todo, pero aún tenía el «no» en la punta de la lengua para despreciar todo plato que mi casi siempre equívoca percepción considerase inapropiado para mi crecimiento intelectual. Él ya estaba en la universidad y su conocimiento e intereses vitales los compartía abiertamente, siempre afable, con un buen rollo innato que imantaba. Te aceptaba con naturalidad aunque viese a leguas que yo no era más que un pardillo escondido tras una maraña de pelo largo, tabaco rubio, parka verde y botas militares. Coco también lucía parka, pero fumaba unos «coronas» negros durísimos de catar, peinaba unos «riciños» afro súpermolones y su andar desgarbado era de los de emparejar ritmo y fardar de colega.

Yo, decía, era un obtuso chavalín con una enfermiza obsesión por los Sex Pistols, que transicionaba a una tanto o más enfermiza obsesión por los Ramones. Así, en mi famélica colección, además de cintas del «Never mind the bollocks…», «Great rock and roll swindle» o el «Floggin’ a dead horse», se podían encontrar varios directos piratones infumables -¡qué sorpresa, directos infumables de los Sex Pistols!-. Y aún más, como culmen del patetismo he de reconocer que también formaban parte de mi discoteca ese insulto al oído titulado «Sid sings» y un artefacto llamado «Some product», una compilación cutre de entrevistas de las que no entendía ni papa porque mi nivel de inglés de aquella era ínfimo. Resumiendo: a lo tonto yo le subvencioné unas cuantas pintas al señor Malcolm McLaren.

Creo que debí dejarle la cabeza como un bombo al pobre Coco hablándole de mi impostada punkitud, porque una tarde apareció con el «Plastic surgery disasters» de los Dead Kennedys bajo el brazo. Objetivo claro: dejármelo para que descubriese algo más, un algo más muy especial. Y sí, oigan, es posible hacer canciones largas y potentes y llamar a eso hardcore o una aproximación diferente al punk o lo que ustedes quieran. No es que me gustase o no, es que era otra cosa y la misma a la vez. ¡Ufff, vaya plástico! «Winnebago warrior«, «Government flu» y, sobre todas, «Moon over Marin«. Un error al transcribir el título en la cinta que grabé me llevó a pensar durante años que el tema trataba sobre la guerra del Vietnam: «Moon over marine», ¡jajaja!

Mis obsesiones, todo hay que decirlo, le dieron mucho juego a Coco a la hora de ejercer de supercontagiador. ¿Saben lo fuerte que le dio a Brian Wilson la intro del «Be my baby» del geniecillo Spector? En la misma medida estaba yo colgado por la entrada de la batería de Scott Asheton en el «I wanna be your dog«, la única canción que por entonces yo conocía de los Stooges. Ese tribal baqueteo en el segundo 22 me sigue poniendo la piel de gallina. Entonces lo que me atraía era una subyacente sensación de peligro, de mal viaje a una dimensión oscura del rock and roll de la mano del iguano. Y entonces Coco apareció por clase con dos cintas grabadas con la tripleta «stoogiana» al completo. Esa misma noche recibí por vez primera las sajadas eléctricas al nervio con que James Williamson hila «Search and destroy«, prueba de supervivencia para todo amante del rock and roll de ley que se precie. La escucha me dejó exhausto, rendido, con los pabellones auditivos tensos por la insana sobredosis decibélica.

Sería todo muy sencillo de limitarse a proveerme de material de alto octanaje, pero el bueno de Coco ya había pasado por todo eso, tenía otras sensibilidades a mayores y muchas ganas de supercontagiar. Se había tomado en serio el ponerme en conocimiento de buena mierda en variadas aproximaciones. Por eso no me extrañó encontrarme mediada una cara b de una cinta, cuyos protagonistas principales he olvidado, una mini recopilación titulada «Pop jamboree», o algo así. Aquella era una modesta selección, nada arriesgada, de pop luminoso, compilada con ganas pero… ¿capaz de deslumbrar a alguien como yo tan empecinado en nadar en el esputo?

Vayamos por partes. Me vienen a la memoria de aquel listado el «Beat surrender» de los Jam pre-Style Council, al cual recibí con un gruñido al estar yo más interesado en arrimarme a más dosis urgentes del palo «Art school«. ¿O quieren que hablemos de la indiferencia con que saludé el «I don’t like mondays» de los Boomtown Rats? Sería fácil decir que no era el momento, dejarlo así, pero la tormenta hormonal que petaba de pus mi acné también me hacía no sólo esbozar mohín, sino también despreciar tan sabrosos caramelos tras apenas un lametón y medio. ¡Qué dura la adolescencia! ¿Pero cómo explicar entonces mi reacción hacia el «Everybody is happy nowadays» de los Buzzcocks? ¿Me pilló con la guardia baja? Sólo se que un día después ya tenía en mi estante gracias a la generosidad de Coco otra cinta con el «Operator’s manual«, la antología de Shelley y los suyos editada por Sub Pop.

A ver, quizás lo que pasaba es que los Buzzcocks tenían el carnet de punk. Y seguramente no tener los papeles en regla fue lo que dio al traste la posible audición de, por ejemplo, los Jesus & Mary Chain. Me consta que me habló muy bien de ellos, largo y tendido. Muy majos, sí, como los pajaritos de mi cabeza. Pese a todo, de alguna manera el melón se abría. Coco no renunciaba a meter baza ante cualquier fisura en mi muro de granito crestudo. Seguían llegando cintas a mi petate, aunque muy poco podía ofrecerle yo a cambio. Mi cosecha nacional en aquel momento era un mucho de Siniestro Total, un poco de 091 y unos cuantos radicales vascos; la facción extranjera iba de Bon Jovi, Europe o Status Quo a los mentados Sex Pistols y Ramones. No, no hubo mucho tráfico a la inversa, igual algún recopilatorio casero de juja o alguna bizarrada que le llamase la atención de mi pobrísima discoteca, como un cedele de mezclas rarunas de los Clash que recibió haciéndole chiribitas los ojos.

Yo en cambio seguía acostándome con los cascos puestos cada noche con sus nuevas propuestas para hacer de mí un muchachote moderno. Y así, en pijama, escuché por primera vez a los Pixies. Supongo que hubo tanteo previo, un «Here comes your man» metido de estranjis, relleno de alguna cinta. Mi primera impresión fue la de pensar que tocaban canciones raras, pero que eso molaba. Mi cabeza asumía rápidamente cosas como «U-mass» o «Evil hearted you«, puro estándar. El resto me desesperaba por momentos: ¿en serio es necesario que ese tío chille tanto? Ya ven, yo pidiéndole a los Pixies que fuesen mansos. Y a pesar de todo, ansiando pringarme de modernez me forcé a más escuchas, las suficientes como para llegar a reconocer que el «Trompe le monde» me parecía un muy buen disco y que había mucho que rascar en los otros largos.

Como había comentado, yo empezaba a sustituir mi fanatismo sexpistoliano por el sectarismo Ramones. Pues bien, en el caso de los neoyorquinos mi posición no era tan dependiente y nuestro intercambio era no tanto material como de conocimiento. Le hacía gracia que, debido a mi oído educado en el cambio de década 80’s/90’s, considerase cutrísimo el debut de los de Queens. Sí, yo además no tenía término medio y lo despreciaba abiertamente, contraponiéndolo a ese «Mondo bizarro» con que me salvaron la vida. Reconozco que parte de la culpa la tenía el equipo musical de mi hermana, un combo macizo de ampli, pletinas y plato cuya aguja (cápsula fija, sin recambio posible), de tan roma, daba a los discos un matiz lowfi que ya le gustaría a la movida indie que estaba por venir.

Me contó que rompió a llorar emocionado y sin control nada más escuchar el «uan-tu-zri-for!» cuando vinieron al Coliseo coruñés en 1993. O que «el ‘Loco live‘ es bueno… ¡hasta ‘Teenage lobotomy‘!»; aún tardé en pillar la coña, ¡jajaja! O lo infravaloradas que estaban las baladas de su repertorio y que «Bye bye baby» era un temón. ¡Ay, los Ramones son también culpables de lo único que me atormenta, por exagerar, de mi relación con Coco! De un viaje a Irlanda me traje el «Rocket to Russia«, una edición japonesa que por la magia de la distribución había acabado en la cubeta de saldos de una tienda de Dublín. El artefacto contenía un insert desplegable con las letras en japonés… ¡que regalé sin dudarlo a Coco! ¿Para qué quería yo unas letras en japonés? Y él sólo tuvo que decir: «pues si no lo quieres, dámelo». Ni que decir tiene que hoy en día luciría enmarcado en mi salón, pura memorabilia top.

Obviamente en aquellos tiempos yo no le daba la menor importancia al origen de los artefactos sonoros. Tampoco era muy ducho en la búsqueda de ediciones óptimas o míticas o lo que fuese. Recuerdo que tenía unas páginas recortadas del Discoplay, el mítico boletín de venta por correo, donde se hablaba de una veintena de clásicos indispensables en la discoteca de todo melómano -ahora se porqué acabó en mi estante un cedele de Donald Fagen, ¡vaya cojonazos los míos!-. Pues resulta que hasta para la compra por correo tenía Coco consejos que darme: el truco de pedir discos entre varios para ahorrar en los gastos de envío, que no pude poner en práctica porque mis amistades de entonces más que por la música estaban por jugar una enésima pachanga de fútbol o fumarse todo lo que se pusiese a tiro.

Fue precisamente merced al Discoplay que Coco trascendió como supercontagiador. Y lo fue más por un no que por un sí; un no que encerraba un sí, más bien. Yo me notaba más suelto, más dispuesto a arriesgar, a salirme de mi zona de confort y un día llegué a clase y le dije a Coco: «¡me he pillado el ‘Marquee moon‘ en el Discoplay!». Ya ven ustedes, yo iba motivado por eso que denominaban «punk neoyorquino», claro y en botella como quien dice. Y si a Television les meten en ese saco pues serán punkrockers, vivan en Nueva York o en Alcorcón, ¿no? Por eso cuando le anuncié que había encargado el mentado álbum seducido por la reseña del Discoplay -y por alguna lectura rutera, supongo-, no pude sino sorprenderme ante su respuesta: «No te va a gustar». ¿Lo dijo con indiferencia, con hastío, lo esperable en alguien cansado de ver a su par hartarse de cavar una trinchera de «angst» adolescente? No. Lo dijo, aun curtido en mil rechazos, con la esperanza puesta en la psicología inversa.

Hay una verdad perenne, inmutable, que se reafirma cada vez que escucho el «Marquee moon». Esa verdad se alumbró la primerísima vez que, «rasgada la cortina», se produjo el silencio: «Marquee moon» es bello. ¿Y cómo un adolescente volcánico como yo pudo ser bendecido por tal revelación? Aún no lo sé. No les voy a descubrir nada si hablo del flirteo de las dos guitarras, de esa «Guiding light» que me sigue encandilando como el primer día, de la batería redoblando tandas del tema titular una y otra vez, de las gaviotas… sí, las gaviotas. Al día siguiente, por la tarde, nada más llegar a clase me dirigí a Coco y le dije, exultante, casi triunfante: «¡Pues sí que me ha gustado!». Y él sonrió. Y esa sonrisa sólo podía significar una cosa: su triunfo. El pajarillo, el influenciable pero terco pardillo había aprendido a volar sólo.

10 comentarios en «Supercontagiadores: Coco»

  1. muy chulo juan, muy bien contado y me ha dejado con ganas de leer más. el final es lo que más me ha gustado, me ha hecho recordar la primera vez que escuché marquee moon.

  2. Sin duda uno de mis discos favoritos también, o más concretamente, Television una de mis bandas preferidas. El final es manteca y los continuos enlaces se agradecen.

    A Coco lo llamabas Coco a la cara o es una licencia que te permites ahora? Tienes relación con él todavía? Queremos de saber!

    1. Coco se hacía (se hace) llamar Coco, de hecho he olvidado su nombre real, que no su apellido, jajaja! La magia de las casualidades y de que Coruña sea muy pequeña hace que sea el hermano del marido de la hermana de una muy buena amiga mía, curioso eh? Hace mucho que no lo veo, cosas de vivir a 1.200 kms, las últimas veces que charlamos fue tras un par de bolos hará un lustro largo. Gracias por su comentario, caballero!

  3. Muy chulo, Juan. Me ha encantado.

    Me ha hecho mucha gracia la historia de los discos morralla de los Sex Pistols porque, vaya por dios, yo andaba en las mismas por esos mismos años. Y también en Coruña! Así que supongo que Jaime de Portobello podía dormir tranquilo: tenía el público asegurado para sus (deficientes) conciertos de Sex Pistols, con los dos pringaos de turno…
    Bueno, o quizás usted tomó mi relevo, creo recordar que soy uno o dos años mayor que usted. Y sí, digo relevo porque ese vicio sí conseguí abandonarlo.

    Entre toda esa carroña, sin embargo, sí me he visto este año pinchando el Mini Album y flipándolo bastante, con lo bien que suena y con lo cojonudísimas que son las versiones (bueno, en general todas las demos de Dave Goodman lo son -visto lo visto, entiendo que las tendrá en múltiples soportes).

    1. Gracias meu!

      Yo también me salí de todo aquello y a día de hoy sólo tengo en casa tres artefactos: «Never mind…», el recopilatorio «Kiss this» para completar repertorio y un único directo, el del Winterland, por simbolismo, para cuando quiero escuchar en bucle el «ever-guet-de-filin-ye-bein-cheited?» 🙂

      Jaime (dep) me encalomó uno de la serie «Live and loud»… y de su tienda de enfrente salí con el vhs del «Great rock ‘n’ roll swindle» y un póster de 2 metros, jajaja! Yo soy más fan de Chris Thomas, tenga en cuenta que el señor Goodman firmaba los «recorded by» de toda esa purria de directos 🙁

  4. Cuanto Coruño, neno!
    Yo, de los piratones de Jaime, hubo una epoca que no sabria decir por qué, pero me hice con unos pocos de Swinging Pig. Alguno de esos ahora son raros de ver. Y si soy sincero, no volví a escucharlos.
    Muy amena la lectura.
    Creo que todos los que andamos por aqui tiene una historia parecida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *