Mi tío ha vuelto a dejarse caer por casa, como si nunca hubiese dejado de hacerlo. Al principio de vez en cuando, sin avisar, hasta que poco a poco ha ido retornando a la frecuencia del año pasado. Se sigue marchando cuando llega mi padre, generalmente un poco antes, y las veces que llegan a coincidir, que son las menos, se saludan amistosamente, como si fuera una visita de trabajo. Luego mi tío se esfuma, cosa que hace tras conceder unos minutos de cortesía para que no se note mucho que lo hace porque le molesta su presencia. Pero yo lo noto, vaya que si lo noto.
La nostalgia, la añoranza y la melancolía son aflicciones estériles propias de mentes débiles y totalmente ajenas a mi proceder estoico y funcional. Ese tipo de fútiles pensamientos ni siquiera me los planteo, mi sabia y pragmática naturaleza me lo impide. Si bien, tengo que reconocer que, en lo más profundo de mi interior, durante el último año he sentido dentro de mí un vacío cuyo hallazgo ha llegado incluso a turbarme. Quizás sea eso que vosotros vagamente llamáis sentimientos. Esta extraña desdicha vino dada por la aceptación del fin de un ciclo vital: mi vida en Madrid.
Se ha muerto mi suegra. Menudo palo para Mar que ya lleva unos meses rara y ausente y ahora encima se queda huérfana de madre. Esta mañana ha sido el entierro. Y mi suegra pobre también, qué mala suerte tuvo en la vida. En fin, a quien con Dios está, Dios no le abandonará. A mi suegra ya casi no le quedaba familia, era la última de cuatro hermanos. El funeral ha sido bastante discreto, éramos solo nosotros. Bueno, nosotros y Antonio.
8 abril de 1966
Ahora que he cumplido 16 años madre dice que tengo que empezar a ir a la siembra, que con tanto libro me voy a quedar bizca. Padre dice que va a hacer de mí una buena hortelana.
Este año en la finca de la abuela, que en paz descanse, plantaremos patatas, fabas de mayo y ajo puerro. Padre dice que con los tres hermanos, él, madre y yo, no llegamos, que tendrá que buscarse uno o dos aparceros.