La Parte Chunga: Curtis en Creta 2

balos

La gente es reacia a contar los problemas sucedidos durante sus viajes. Fotos que muestran sin rubor sonrisas forzadas y chancletas pero que también dejan ver parejas rotas, buffet barato y nervios a prueba de rent-a-car. Los viajes perfectos no existen. Siempre hay otra parte de la que nadie quiere hablar: la parte chunga.

En la desesperación y flaqueza, debemos saber que todo siempre puede ir a peor. Hoy en La parte chunga volvemos de Creta. O al menos, lo intentamos.

Como sabréis los que la semana pasada hayáis leído el relato sobre el dulce viaje a Creta que Pompón y yo realizamos años atrás, el trayecto de ida estuvo plagado de pequeñas vicisitudes sin importancia.

No vamos a negar que tuvimos ciertas sombras en nuestra aventura, sobre todo, en lo referente a la planificación. En cualquier caso los buenos momentos vividos compensan a los malos y en nuestra balanza final el resultado es un justo equilibrio. En realidad, que la balanza se mantenga horizontal no sale de una suma homogénea. Yo me coloco en la pesa positiva y hago fuerza. Pompón en la negativa, o como dice ella, «ojalá me hubiese tenido que estar operando de apendicitis». 

Diga lo que diga Pompón, el viaje tuvo grandes momentos de placer. Podríamos aquí narrar las bondades de la playa de Balos, aquel chiringuito en Elafonisi o esos chupitos de Rakomelo en el bello atardecer de Chania.

Podríamos pero algo me induce a pensar que cualquiera que llegase a ese punto, interrumpiría su lectura con un «Frankly, my dear, I don’t give a dam» que diría Rhett Butler, y con muy buen criterio, se iría corriendo a ver vídeos de gatitos. 

Además, como ya se anticipa en el título, ésto es la parte chuga y si alguno todavía ha llegado hasta aquí es porque está ávido de carnaza y huele la sangre. ¿Queréis carnaza? ¿Queréis sangre? De acuerdo. Nos vamos a saltar pues la estancia y vámonos a la vuelta.

El día de nuestro retorno era especialmente complicado. El vuelo salía de Heraklion a las doce de la noche. Nosotros debíamos abandonar nuestro apartamento al mediodía para ahorrarnos pagar un día más (CST) así que desayunamos, hicimos la maleta, el check-out y nos fuimos a la playa. A la vuelta, habíamos negociado con el dueño que nos iba a permitir usar una ducha que tenía en el baño de recepción (lugar, por cierto, que era bastante más espacioso que nuestro apartamento), antes de realizar el retorno a Heraklion.

Ese día lo disfrutamos plenamente en la playa pese a saber que era el último de nuestras vacaciones (o quizás precisamente por ello). 

Recuerdo que soplaba el viento con mucha fuerza. Eso nos permitió pasar el día vuelta y vuelta en la toalla entre chapuzón y chapuzón sin mucho agobio por el calor. Los daños colaterales fueron la cantidad de arena que tragamos y que se pegaba a la piel sin compasión.

Por la tarde nos encaminamos a la recepción del apartamento en busca de la ducha prometida con siete kilos de arena alrededor de nuestra piel. Llegamos y el casero no está. Le llamamos por teléfono y apagado. Empiezan las risas nerviosas. Las mías, claro. Pasa media hora e intento disimuladamente forzar la puerta. Nada. Pompón me dice cariñosamente que mi supervivencia depende de esa ducha.

Después de una hora esperando no podemos perder más tiempo así que volvemos a la playa con la intención de hacer uso de las duchas públicas. El espectáculo es para cobrar entrada. De la única que funciona, cuelga un hilillo de agua (ríete Prestige) que antes de llegar a nuestros granulados y sudorosos cuerpos es llevado por los vientos huracanado cretenses. Con suerte alguna gota nos llega de vez en cuando favoreciendo el efecto huevo sobre pan rallado.

Resignados volvemos al coche. Nos vestimos con ropa de calle que no sin esfuerzo se desliza sobre nuestra capa de arena produciendo una sensación tan agradable como cuando te metes una caña de bambú entre las uñas de los pies.

Yo soy el de dentro
Yo soy el de dentro

El plan era conducir hasta Heraklion que estaba al lado del aeropuerto y conocerlo, opción que en la ida habíamos desestimado. Después, nos resarciríamos cenando en un sitio caro y elegante en el que Pompón había reservado. Daríamos un paseo por el puerto cretense como si fuésemos protagonistas de un anuncio de desodorante y devolveríamos el coche en el aeropuerto. Allí tomaríamos un vuelo nocturno en el que por supuesto descansaríamos plácidamente hasta nuestra llegada al Campo de Concentración Prat donde pasaríamos el resto de la noche antes de coger el vuelo final a casa. Chupado.

Creo que aquellas vacaciones se le hicieron largas a Pompón. Pequeños detalles como sorprenderla tachando con tiza una quinta raya sobre otras cuatro en la pared del apartamento me hicieron pensar que quizás se le estuviese haciendo largo. Datos así me daban valor y coraje para afrontar la dura vuelta que se avecinaba. Nos separaban 250 km de Heraklion. La carretera era un sin dios pero como la conocíamos de la ida estábamos prevenidos.

Los sacasangres del rent-a-car nos habían dado el coche prácticamente sin gasolina por lo que no se exigía un mínimo de depósito a la hora de devolverlo. Debíamos por tanto estar al loro para ajustar esa cantidad y no dilapidar nuestro presupuesto vacacional en vano.

Cuando el combustible se empezó a agotar encontré una gasolinera y eché cinco euros. Repetí esa operación durante las tres horas de trayecto. Todo lo que sobrase sería ganancia para la compañía. Pompón mientras tanto opinaba que cargar el depósito de cinco euros en cinco euros podía ser una cantidad ligeramente escasa para afrontar el viaje con seguridad. Para refrendar su argumentación me propinaba sin cesar codazos en el hígado que me acompañaron durante todo el viaje.

Según nos acercábamos a Heraklion, la aguja del depósito comenzó a bajar de nuevo. Obviamente, nuestro Fiat Panda no contaba con GPS y no teníamos ni idea de donde habría otra estación de servicio.

A partir de ahí, tras pasar un rato sin encontrar una gasolinera, una opresora tensión empezó a aflorar de forma preocupante entre nosotros. Entre el calor (seguíamos sin aire acondicionado) y los nervios, litros de sudor resbalaban por nuestra piel en perfecta comunión con la arena adherida sobre la que ya formaba un engrudo que tardaríamos lustros en sacar.

El sueño mediterráneo
El sueño mediterráneo

Heraklion nos recibió con los brazos abiertos justo cuando la aguja empezó a marcar reserva. Nos olvidamos momentáneamente de nuestra romántica cena y empezamos a buscar una estación de servicio que terminase con esta situación.

Cuando nos damos cuenta, nos encontramos metidos en un atasco en el centro de la ciudad rodeados de coches pitando. Todo muy griego. Le digo a Pompón que el destino nos está jugando un irónico colofón final y ella me devuelve un quejido. Me detengo (en realidad ya lo estaba por el atasco) y la miro. La pobre Pompón se encuentra al borde del llanto, pálida, ojerosa y con una capa de arena de las playas de Chania que la hace recordar vagamente a una foto que vi de una momia desenterrada de la necrópolis de Keops.  

Empiezo a preguntar a los transeúntes y la complejidad de las indicaciones y los nervios me impiden entender nada. Salimos de Heraklion y nos vamos a buscar el aeropuerto a sabiendas de que cerca hay una gasolinera. Nunca pude bajarme del coche en Heraklion y mi psicólogo dice que nunca podré.

Conducimos desesperados por las afueras de Heraklion dando vueltas y vueltas buscando un cartel donde entre caracteres cirílicos se vea un avioncito dibujado. Para ese momento la aguja ya está totalmente inmóvil.

Así es Heraklion según Google. Yo nunca lo comprobé.
Así es Heraklion según Google. Yo nunca lo comprobé.

En las cuestas abajo meto punto muerto. En las cuestas arriba hago unos cambios lo más económicos posibles. Son las diez de la noche y tenemos dos horas para echar algo de gasolina, llegar al aeropuerto, devolver el coche, hacer el check-in y embarcar. Nuestra cena romántica se ha marchitado a la par que nuestra estabilidad conyugal.

Finalmente, en plena autopista en los alrededores de Heraklion, el motor se apaga. A lo lejos, veo una salida a la que intento llegar para que el coche no obstaculice el tráfico. Cien metros antes el coche se detiene totalmente y nos quedamos parados en mitad de la autopista.

Pompón abre los ojos y me mira fijamente. Yo, con la moral y el humor incólume, cito a la tripulación del Apolo 13 y emito un «Pompón, tenemos un problema». Ella, a su vez, citando a un popular dramaturgo español me contesta «A la mierda».

Segundos después Pompón empieza a sollozar y a gritar presa del pánico. Yo le digo que no pasa nada, que la situación está controlada. Si habéis visto el cuadro de Goya Saturno devorando a su hijo os podréis hacer una idea de la estampa que se vivía en el interior del vehículo.

Mientras tanto, afuera, coches y coches pasan rozándonos y pitando sin cesar. No nos atrevimos ni a salir. La consigna de “vamos a perder el avión” pasa a ser “vamos a morir”. Por un instante pienso en la funesta proguesión de nuestro adverso devenir y me planteo qué será lo siguiente. ¿Prenderán fuego a nuestras familias y arrojarán sus cenizas en la M-30? 

Solo falta la arena
Solo falta la arena

De repente, un coche se para detrás de nosotros y nos hace señas para que salgamos. Nuestro benefactor nos explica como empujar el coche para acercarlo al arcén y nos ayuda a hacerlo hasta detenerlo en un lugar más seguro.

El señor resultó ser un taxista que chapurreaba inglés. Por lo que hablaba con su mujer, supimos que se dirigían a cenar en un restaurante cuando se encontraron con nosotros. Su mujer le increpaba para que nos abandonase a nuestra suerte pues llegaban tarde a la reserva por nuestra culpa. No contentos con abortar nuestra cena, pretendíamos boicotear a la hostelería de toda Creta.

Al final, tras deshacernos en súplicas y llantos se apiadó de nosotros y me llevaron a una gasolinera que resultó estar a la vuelta de la esquina. Pompón mientras tanto quedó cuidando el coche y estudiando formas de asesinarme sin dejar pruebas.

Una vez en la gasolinera el señor taxista consiguió no sé de donde una garrafa en la que echó cinco litros de preciado líquido y nos llevó de vuelta a nuestro coche.

Mi nuevo héroe, con una precisión quirúrgica, vertió la gasolina dejándola caer suavemente por el palo de una sombrilla que había sacado del maletero. El concepto del superhombre de Nietzsche acababa de tomar forma en el cuerpo de un taxista cretense bajito y regordete. Si hubiese podido hubiese colgado un poster en mi dormitorio con la cara de ese señor. 

Una vez «rellenado» el depósito con los cinco litros, intentaron despedirse de nosotros pero le pedimos discretamente que nos condujesen al aeropuerto suplicándoles de de rodillas y besándole los pies.

Su mujer, huraña y de mirada aviesa, se negó en banda hasta que le soplamos veinte euros por debajo del bigote (bigote por cierto, que lucía en consonancia con el de su marido) momento en el cual transformó su carácter metamorfeándose en una de esas señoras que  recitan » jroña que jroña» con semblante agradable y bonachona sonrisa.

Gracias a ese pequeño soborno, llegamos al aeropuerto y respiramos aliviados. Podríamos coger el avión. El resto, os lo podéis imaginar, yo voy a dejarlo aquí. Baste decir, que aquella noche nuestra cena romántica fue un Kit-Kat de una máquina de vending del aeropuerto y que en sus baños, todavía están sacando arena.

Después de aquella pequeña aventura, muchas cosas cambiaron para siempre. A partir de ahí Pompón y yo decidimos compartir tarea en la planificación de nuestros viajes. Yo tengo carta blanca para encargarme de los interplanetarios y ella del resto.

Pompón sigue viajando conmigo. Años han pasado desde aquello y terapeutas y cargamentos de Xanax han sepultado el recuerdo hasta a día de hoy formar parte del anecdotario a contar en las cenas entre amigos. En esas cenas yo siempre quedo como un avaro y un necio mientras ella asume el papel de víctima y sufrida compañera. 

Afortunadamente, pese a las continuas advertencias y consejos que tras contar la historia nos aportan los amigos con los que compartimos mesa, Pompón sigue siendo una mujer obstinada y con divino mal gusto rechaza la sugerencia de volver a mandarme a Creta, previo paso por el Prat, y darme cinco euros para la vuelta.

Cena romántica a la luz de la máquina.
Cena romántica a la luz de la máquina.

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