¿Qué tramais morenos? (I): Costa Este

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Se llama Clive Campbell y el 11 de agosto de 1973 es el cumpleaños de su hermana. Hay fiesta en el Bronx y lo va a hacer: dos platos, dos copias de ese plástico de James Brown con el «Give it up or turn it a loose» y a simultanear «breaks». Es Dj Kool Herc, el chico listo que sabe que si sólo pincha «break beats» -pasajes instrumentales de temas funk o jazz- podrá prolongar a su antojo el clímax rítmico en la pista de baile. El invento funciona. Él mismo se anima, agarra el micro y suelta: «B-Boys, make some nooooooise!». Y los «chicos del break» responden, vaya si lo hacen.

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Quiero cantarte hasta sangrar: el ritmo del nudillo roto y el diente bailón

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Sólo me he comido dos hostias en mi vida. La más memorable fue una manopla como un martillo. Mi padre, 185 centímetros de altura y ciento y pico kilos de apabullante porte, silenció mi porculerismo infantil a mano abierta, al estilo Bud Spencer. Mi cabeza acabó en el plato y, al levantarla, en vez de lástima provoqué las risas de la familia. Llorando, de rabia que no dolor, fui al baño y en el espejo vi media cara colorada del bofetón y la otra media pringando de fabada, parecía el barón Ashler de Mazinger Z. Ahí decidí que los golpes mejor que me los cuenten. O me los canten.

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U2: una aproximación tangencial

Bono: canta, baila y administra

En mi discoteca, entre el «River deep, mountain high» de Ike & Tina Turner y el «Crash course» de los UK Subs hay dos discos de U2. Y me gustan, por lo que estas líneas son de expiación y purga de prejuicios. Caen tan mal que el integrista rockerito medio se obliga a pedir perdón por disfrutarles. Yo tampoco les tengo aprecio, pero cuando pincho alguna de las lonchas mencionadas me lo paso bien. Y creo que es porque llegué a ellos por el camino más largo, el que atraviesa un peculiar valle de lágrimas sonoro. Acompáñenme a cortarle la cabeza a mi «earworm» católico practicante.

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Yo hice llorar a un adolescente con una Doble Nelson a 56 kbps mientras Stiv Bators miraba

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Hoy en día lo sabemos todo. El anteayer que viene siendo hace unos 30 años no sabíamos nada. Y entre medias hubo un ayer en el que nos divertimos muchísimo, alucinados, descubriendo el conocimiento pendiente, todo a nuestro alcance, haciendo el ridículo por amasarlo en nuestras cabecitas y en nuestros discos duros. Así transicionamos a la era digital: con todo. Y era gratis. «¡A ver si va a venir la policía!». Eso lo decía mi madre, apenas audible desde lo más profundo de la brecha -hecha barranco- digital, mientras yo trasegaba cedeles y descargas con la bandera pirata enarbolada.

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Supercontagiadores: Coco

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«¡Aunque hubieses aprobado irías a clase en verano, porque este curso tú no has aprendido matemáticas!». Así se las gastaba mi madre a la hora de apuntarme a toda clase de actividad extraescolar. Además de rendir tributo obligado a Pitágoras, hubo ocasión durante mi tránsito de infante a adolescente para gastar mis dedos en una academia de mecanografía, un par de temporadillas de baloncesto, un lustro de natación hasta alcanzar nivel de competición, tres veranos en Irlanda para practicar -o no- inglés y cuatro años de francés, en dos de los cuales coincidí con Coco.

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